A mis años aún no conozco a la primera mujer que no se derrita ante el encanto de una bolsa de cartón rosado repleta de fina lencería, de esa de cintas, seda y encajes. Ni hablar de aquellas, que como a mí, todavía se nos logra conquistar con flores. Infalible la legendaria bolsita que anuncia las joyas de Tiffany. Y si el disparate fue grande, no hay mujer que no perdone ni al más grande de los mujeriegos y charlatán si la deslumbran con diamantes; no en vano se dice que los diamantes son el mejor amigo de las mujeres. Le gusten o no, las joyas no fallan y son un camino seguro para conseguir una sonrisa en el rostro de una mujer.
Las carteras, grandes, pequeñas, con monogramas, de temporada o de las clásicas, cualquiera que sea, siempre que no sea una réplica oriental, logrará enganchar a una mujer sin reparos. Los relojes, a veces caros, otras no tan caros o de los de moda casi desechables, nos gustan a todas y es una opción al alcance de todos los presupuestos.
Clase aparte, los zapatos. Nunca suficientes y nunca sobran en el guardarropa de una mujer. Baratos, costosos, de colores, clásicos, de temporada, sobrios, altos, ballerinas, pumps, plataforma o sandalias. Todas, unas en dimensiones casi desmedidas como yo, reverenciamos el buen gusto por el calzado y si la suela es roja, mucho mejor.
Los detalles, recibidos de manos del hombre indicado, deben ser uno de los afrodisíacos más efectivos para conquistar una mujer. Sin embargo, a esa misma lista romántica ya no tanto, los tiempos y la cultura de consumo le han abierto un espacio al dinero como un regalo. Resolver problemas de una mujer, muchas veces de manera desacertada y apresurada, se ha convertido en una práctica adquirida por muchos para intentar llegar al lugar donde quizás los sentimientos no le permiten y en ese mismo sentido, también codiciada por muchas.
No pretendo condenar la práctica. Por el contrario, soy una abanderada de la ideología de compartir y de que poco sentido tiene una relación en la que el hombre goza de una estabilidad de magnate y la mujer se cae a pedazos entre problemas y necesidad. Pero de ahí a condicionar el cariño y la entrega desde el principio al factor económico, como si se tratase de una cacería de brujas, ya es otra cosa.
Una mujer enamorada, en plena luna de miel de una nueva relación, es sin dudas un blanco perfecto para ser cuestionada y sometida a la presión que la misma sociedad, muchas veces de manera inconsciente o como por defecto, ejerce sobre las mujeres jóvenes que siguen buscando el amor de su vida.
Joven, a mitad de una licenciatura, bonita, con cuerpo caribeño y actitud de que sabe que está buena, conoce el amor, entiende que es el indicado, empieza una relación y los primeros ataques apuntan a la gran pregunta que parece parte del protocolo del amor en tiempos modernos…”te ayuda?”.
Muchos son los ataques que reciben quienes abiertamente se buscan el pan literalmente con el sudor de su frente. Pero sin saberlo, la sociedad incentiva la práctica y tilda de pendejas a quienes lo dan de gratis. La coherencia ha dejado de ser una virtud a exhibir en el núcleo familiar para dar paso al consentimiento selectivo. Condeno al cuero de cortina pero apunto mis cañones a mi hija si el novio no le mete la mano económicamente o en el peor de los casos, me hago de la vista gorda ante los abusos de un hombre contra una mujer sólo en nombre mantener un estatus económico.
Si el amor viene con el extra de la ayuda incluida, bienvenido sea. Pero condicionar al amor al ritmo de chapeo y las ventajas económicas, anda muy distante de llamársele a eso amor. Ni en tinte, ni en recargas ni en quirófano puramente disfrazado de lipo se encuentra al amor verdadero.
Mientras llega ese príncipe forrado de dinero, montado en una Range Rover y prendiendo velitas en un bar de la ciudad, mi recomendación a trabajar, hacerse de lo suyo y alimentar la dignidad y el amor propio para que si llega y resulta un patán, abusador o hasta golpeador, no pese el ruedo de los pantalones para emprender el camino sin miedo y darle la espalda al chapeo.