A ritmo de caravana, bajo el estruendo de peinadora que retumba en los oídos y con fanfarrias que anuncian victoria segura, así como en la política, así mismo nos llega el amor. Entrada triunfal en el corazón, en nuestras vidas y en todo el entorno que nos rodea, llega el amor a contagiar el ánimo de cosas bonitas y de actitud de poder que le inyecta a uno entre las venas esa capacidad de comernos el mundo sin hambre. A veces hasta por gula.

Y como en la política, ese mismo amor que entra por las escalinatas del Palacio Presidencial perseguido por la interminable escolta que suena sirenas y anuncia poder, deja el mandato cuando termina y sale escurridizo por la puerta pequeña, sin escolta, con los escasos pero verdaderos amigos que siempre han estado allí. A casa, a escribir y a probar la temida soledad que deja la resaca de poder, de estar, de los planes que quedaron en el aire, de tener la llave, de tener el control, a no tener nada más que su voz y el infame título de ex.

Repleto de discursos de campaña, de un falso empeño que persigue intereses, de promesas de eternidad, de un calor y seguimiento que aviva el proselitismo y que se olvida en la presidencia. El candidato que abraza, que carga, que resuelve, que salta los charcos que le imponga la vida, que sortea vicisitudes en nombre de irse en primera vuelta y que cuando está abajo te jura que va a estar toda la eternidad.

Como a un pueblo cansado y agotado de existir entre el desasosiego y la desesperanza, le toca la puerta el amor justo cuando fallaba la fe y cuando la desdicha acechaba para convencer que de ese triunfo no nos tocaba un pedazo del pastel. Resignados a que como parte de la vida, el papel de los que están solos se resume a ser espectadores de las victorias de la oposición, del que tiene ventaja y poder para asumir la victoria electoral. Como en la política, hace galas de ventura y de prosperidad en los primeros 6 o 9 meses, viste sus mejores prendas de esfuerzo, tolerancia y optimismo, para cuando se tercia la ñoña, sacar sus miedos a pasear y despertar el monstruo del hambre de poder y el afán de reelección en otros corazones que ya dejó de ser el suyo.

Bonito en teoría, como en la política. Pero cuanta valentía requiere llevar a cabo el programa de gobierno al pie de la letra en el corazón, cuando dos almas distintas se juntan. Relajado, igual que esos candidatos que se han apartado de hacer de la política un ejercicio de bien común, hay quienes cambian de amor y de dirección hoy y enfilan cañones a un corazón distinto cada mes.

De mala memoria como los pueblos, que se afanan de dar la oportunidad a quien tantas veces ha fallado, que les ha dado la espalda al asumir el poder, que se vuelven presas del miedo, que se hacen los sordos, ciegos y mudos y que cada 4 años se visten de angelitos para que el pueblo marche como borregos a votar por quienes no han sabido asumir el encanto del alma de este pueblo o la complicidad de un corazón enamorado.

Cíclico, porque nos debatimos el corazón entre candidatos que sólo cambian de discurso o nos echamos de enemigo a quien ayer preparaba las mismas maletas que hoy le toca preparar a usted.

Tránsfuga como aquellos que persiguiendo intereses traicionan sus ideales, su lealtad y hasta sus propios principios, en nombre de lo que solamente conviene. Como esos amores que te elevan, te abren puertas, te dan la llave, te conceden el poder, te abren el corazón y después piden espacio.

Complicado hasta más no poder, porque en la política al igual que el amor, vivimos a merced del otro y no terminamos de entender, más allá de las quejas y la indignación, que los presidentes, el amor y la compañía los elegimos nosotros y que los pueblos como el corazón, tienen los gobiernos que merecen.