La campaña por la presidencia de los Estados Unidos entre los precandidatos demócrata Hillary Clinton, y republicano, Donald Trump, no ha cambiado mucho pese a sus recientes victorias contundentes en las primarias recientes en Pennsylvania, Rhode Island, Maryland, Delaware, Connecticut, y antes en Nueva York, en lo que va de la campaña de 2016, lo que ha sido una constante desde el principio de la contienda electoral debido a varios factores y cuyos resultados nadie se atreve a dar por seguro.
Las victorias de ambos eran previsibles. Para los electores republicanos en el noreste de la nación y en la Ciudad que Nunca Duerme, su victoria era un hecho, ya que Trump nació y se crió en Queens. Mientras que a Clinton le va muy bien en los estados importantes donde los electores demócratas siguen los pasos de la coalición nacional de su partido.
Por lo tanto, los nuevos resultados ni suman ni restan impulsos a ambos precandidatos ya que, al margen de sus fortalezas y debilidades, la inquietud de los electores en la fisura generacional se focaliza en las conclusiones obvias de los resultados en las fases finales de la nominación tanto demócrata como republicana y en la recta final de las primarias.
La primera es que resultará muy difícil despojar a Donald Trump de su victoria casi en el umbral de los 1,237 delegados necesarios para ratificar su triunfo. Tras su revés en las primarias de Wisconsin, el precandidato se mostró optimista de que una convención impugnada se volcaría hacia él en vez de otra persona. Ello sigue siendo posible. Pero si ocurre, Trump ha ganado una serie de estados grandes, como Nueva York, lo que ha repetido esta sema Pennsylvania, Rhode Island, Maryland, Delaware y Connecticut.
Para que Bernie Sanders gane la nominación sería necesaria una revolución sin precedentes en la historia de la política estadounidense. Para todos los efectos prácticos, la contienda electoral demócrata ha terminado para él.
El factor esencial de la campaña del GOP no ha cambiado. El apoyo de Trump no se debilita. Se trata de continuar dónde ha estado todo el tiempo. Su objetivo sería llegar a la convención con más de mil personas, además de una racha ganadora de estados. Incluso puede alcanzar un número mágico que esté por debajo de 1,237, pero lo bastante cerca para que el partido no le niegue la corona como candidato oficial nominado a la Presidencia con la anuencia de los súper delegados, una vez superado quienes lo rechazan a lo interno del partido.
El segundo punto es la crisis entre los demócratas. Para que Bernie Sanders gane la nominación sería necesaria una revolución sin precedentes en la historia de la política estadounidense. Para todos los efectos prácticos, la contienda electoral demócrata ha terminado para él.
Aunque Sanders y Hillary Clinton están prácticamente empatados en las encuestas nacionales, el problema para él es que gran parte de la nación ya ha votado y él perdió. Su déficit de delegados de 200 o más no parece grande, pero resulta difícil de compensar. Las reglas democráticas asignan delegados de manera proporcional, lo que significa que necesita victorias contundentes en lugares decisivos para cerrar la brecha. Y los hechos no le favorecen.
El vector de la carrera demócrata no ha cambiado. A menos que algo importante ocurra para alterar la demografía de apoyo a Clinton, la ex secretaria de Estado, y Trump, el desarrollador multimillonario y magnate de la televisión, se enfrentarán en el otoño, si no surge un imprevisto en las reglas de nominaciones de sus partidos, seguido de un candidato de honor en caso de un posible tranque.
De este duelo electoral interesante surge la paradoja de que ambos partidos, republicano y demócrata, confrontan situaciones internas similares. Los primeros comentan por lo bajo que la carta de Trump frente a Clinton sería una derrota inminente. Alegan que el magnate no representa los principios y valores del partido ni el estatus quo, y es percibido como un oportunista, recién llegado y antagonista sin remedio. Por lo que no sería extraño que el precandidato opte por una reingeniería de su perfil electoral que lo proyecte con aire más presidenciable, modales más refinados y educados, a fin de obtener el apoyo imprescindible.
Mientras entre los demócratas, se insiste en que la ex primera dama liberal no tiene el respaldo de ciertos sectores, entre ellos los que dieron su apoyo a Obama y la corriente de jóvenes “millennials” socialistas de Sanders. A ello se suma la credibilidad cuestionada por altas instancias mediáticas, debido a la pesquisa del FBI de los correos electrónicos de materiales confidenciales, el episodio de Benghazi, y sus amigos inversionistas de la Fundación Clinton, entre ellos Goldman Sachs y otras entidades financieras, así como otros asuntos que mantienen su perfil bajo el agua.
Detrás de la publicidad, las promesas y los ataques de campaña entre los precandidatos, la realidad es que muchos electores estadounidenses independientes extrañan la presencia de un aspirante lo suficientemente carismático y pragmático. Entienden que ello es necesario para canalizar una gran cruzada nacional que galvanice las inquietudes de la gran mayoría en materia de desempleo, seguridad, medio ambiente, lucha antiterrorismo, igualdad de género, sindicales, LGBT, bienestar social, comercio, la Suprema Corte, inmigración, aborto, y otros temas candentes sobre el tapete nacional.
En resumen, la existencia de un vacío de liderazgo desde hace cierto tiempo dentro de la política estadounidense, tras el auge de la izquierda del partido demócrata, ha zarandeado el modelo político y apunta a un clímax electoral. Los resultados parecen imprevistos, debido al forcejeo que desde hace años mantienen el Congreso y la Casa Blanca por el control del poder, y el debate entre las filosofías conservadora y la progresista en una lucha a muerte por el control de la opinión pública y el electorado.
La encrucijada consiste en el interés de los electores de empoderarse en la toma de decisiones, la ausencia de propuestas reales del “establishment” político para solucionar muchos de los asuntos señalados, el maniqueísmo de la extrema izquierda demócrata frente a la intransigencia de la derecha conservadora republicana por la ausencia de un liderazgo de centro en el espectro político nacional, así como el fantasma de un voto de castigo que nada soluciona. A partir de enero, sea quien salga electo a la Presidencia de los Estados Unidos, los próximos cuatro años serán interesantes en el panorama político de la nación.