El hombre es el ser que busca y yerra. Ente errante de su propio destino, el hombre  es un ser que se interroga e intenta situar su desesperación y angustia en el mundo. ¿Dónde se encuentra definitivamente ubicado el hombre? Entre el todo y la nada. En una insuprimible finitud que es desproporcionada en relación con la insuprimible infinitud hacia la cual está abierto. La interioridad del ser  es una pregunta infinita, limitada y condicionada por la exterioridad que le trasciende y a la que afecta. La alteridad, que refulge en la exterioridad, parece sobrepasar toda capacidad de acogida por parte del ser. “Porque, en definitiva, ¿qué es el hombre en la naturaleza? Una nada en relación con el infinito, un todo en relación con la nada, algo que se halla entre medias del todo y la nada”, como ha dicho Pascal. El ser personal está entre la frontera, en una estructural, no coincidente consigo mismo, incesantemente impulsado a la inquietud, señalado de manera radical por la falibilidad. En esta estructura de mediación entre el polo de la finitud y el de la infinitud del ser es donde se descubre la debilidad específica y su falibilidad esencial.  La tensión hacia el Otro constituye al mismo tiempo la identidad del Ser, tanto en su condición de trágica ambigüedad y finitud, como en su capacidad acogida del don que precede de lo alto. Por eso, la “antropología negativa” y la “antropología positiva” se corresponden paradójicamente: La existencia trágica calma misteriosamente por una llegada de la gracia, que redima de la fatiga del existir.

Peregrino del pensamiento y de la vida por los meandros del espíritu humano, el filósofo  rumano E. M. Cioran (1911-1995) expresa la radical y constitutiva ambigüedad  del Ser a través de paradójicos impulsos llevados hasta el extremo, en los cuales ejercita todo su “poder de negación”.

Cioran descubre la contradicción trágica y el movimiento trágico que existe en el extracto más profundo del ser humano, donde tal movimiento y  tales contradicciones se hallan inmersos en el ilimitado ser divino, pero sin disolverse en él. Lo trágico de la existencia se reconoce en el permanente asedio del nihilismo, un fenómeno que atraviesa su obra como una nocturna fuerza sustentadora, una tentación siempre a  punto de saltar, un presagio cuyo contenido aparece envuelto en sus soluciones sólo aparentemente opuestas.

Esto tanto en el plano violento, estático, aterrador de una hipótesis revolucionaria como en el plano horizontal, sorprendente, dinámico de aquella actitud filosófica que se expresa en la fórmula: “La negación: he ahí mi dios”.

Al igual que en la obra de Dostoievski o de Nietzsche, el nihilismo en Cioran se presenta precisamente a lo largo de todas las fronteras de la falibilidad humana. La nada envuelve al espíritu en la actividad de su conocimiento de lo verdadero de su voluntad del bien, de su sentimiento de lo bello. En el “plano teórico”, a lo largo de los caminos del conocimiento de lo verdadero, la cuestión radical del mal se presenta como un desafío permanente a la existencia de un Dios que sea la verdad eterna y la absoluta del mundo. El razonamiento es apremiante, terrible: Si Dios existe, no puede admitirse el horror de un mal infinito. Es así que dicho horror se da, luego Dios no existe. De la paradoja no se sale sino mediante una radical conversión del concepto de Dios: Sólo si Dios hace suyo el sufrimiento infinito del mundo abandonado al mal, sólo si entra en las tinieblas más densas de la miseria humana, entonces el dolor queda redimido y se ha vencido la muerte.