No sé si para los que dicen ser dominicanos el nombre de Juan Pablo Duarte todavía les provoque alguna inspiración patriótica. Si así fuera, razones habría para respirar esperanza, pero aparte de una tediosa lección histórica, dudo que quede memoria digna del patricio. Y es que cuando el sentido de nación pierde latidos en la conciencia de los pueblos no hay motivación que convoque sinceras devociones.

Más que una mención honorable del pasado, el Duarte de hoy se parece a un software de varias aplicaciones: para darle imagen a una moneda devaluada, planificar un feriado de compras o de playa, justificar inflados presupuestos publicitarios del gobierno o rematar demagógicamente un largo discurso.

Duarte perdió encarnación espiritual en la dominicanidad postmoderna. Si algún recodo tuvo en nuestra identidad interior, lo perdió por mandato inapelable del mercado de las fantasías transnacionales, con Spiderman y Justin Bieber como superhéroes.

Las razones para borrarlo de nuestras vivencias sobrepujan los esfuerzos para rescatar su ejemplo. Su vida fue la negación de nuestro modelo de éxito: un idealista sin “cuartos”, ni estirpe, ni ambición de poder. Su discurso libertario hoy fuese reprochado por populista, su propuesta desdeñada como locura y su sacrificio como el ocaso de una vida desadaptada.  Aún más, cuando las generaciones emergidas de su martirio se han levantado sobre la herencia de los tiranos, despreciando la tibia sombra de su ideario. A casi dos siglos de su empresa libertaria, no ha bastado la inmolación de tantas vidas, ni la viril resistencia en tiempos de apuros patrios, ni las voces silenciadas con el gatillo del miedo. Vivimos un presente residual de glorias caídas y sombras alumbradas con la opacidad de la mediocridad y la apatía.

Duarte no interpreta adecuadamente la cultura en la que su sueño de nación quedó ahogado, de adicciones consumistas, enajenaciones hedonistas y sumisas conformidades. Una sociedad tricolor, y no por los tonos de su bandera, sino por los submundos enredados en sus vísceras: los de arriba, los del medio y el gran sedimento, existencias tan superpuestas como desconectadas, cada una con su propia visión de futuro. Una nación marcada por el fracaso planificado de los que la dominan, sumida en la ignorancia oprobiosa, con una pobreza viviente que vende su dignidad por una borrachera y su libertad por un “buen polvo”. Un sedimento de zombis, cerebralmente anulado, cuyo aporte más meritorio es un duelo de chapas en la vibrante mugre urbana. Esa masa apretujada en los calabozos de la desdicha por los verdugos del poder todavía busca la luz de su independencia.

Duarte solo es necesario para darle un asueto más al festivo mes de enero. Total, hemos vivido como nación a nuestra manera, sin ataduras a nostalgias históricas.