Una de las desgracias cada vez más acentuadas del periodismo es su desdibujamiento por parte de personas allegadas de otros mundos profesionales, del analfabetismo y hasta de “graduados” que han descubierto en estas disciplinas y los medios de difusión una posibilidad de negocios sin reglas, ni responsabilidad social. Nichos ideales para el redituable discurso del chantaje, la extorsión, el ninguneo y la politiquería que sepultan la información veraz como servicio, y enarbolan como estandarte la opinión casi siempre ruidosa y sin contexto.

El alegato para justificar tal incursión es tan perverso como huero: “Eso no se estudia porque se nace comunicador, y opinar es un derecho humano”. Opinar es un derecho humano, sí, pero no las profesiones señaladas, cada vez más propias del ambiente académico dada la complejidad del mundo actual.

De ahí el caos mediático que muchos critican, y con razón. Los temas se opinan más como escándalo morboso que con la razón, en desmedro del derecho de la población a recibir información de calidad.

Una de las víctimas de esta barahúnda es el tema de las drogas. Lo salcochan. Lo farandulizan. Un problema global se presenta como un hecho aislado, salido de la nada, sin conexión con los Estados y los poderes fácticos. Nada fortuito.

https://www.letraslibres.com/mexico/narcotrafico-y-estado-el-discreto-encanto-la-corrupcion.

Lo usan más como recurso para desacreditar y arrodillar a contrarios, no para la prevención del consumo y bajar la demanda. Dañan a la sociedad con el manejo periodístico quienes destacan aspectos que resultan atrayentes para jóvenes y otras personas vulnerables. Ejemplo: los precios del kilo de drogas y el bienestar de los narcos y sus socios.    

Desde los inicios de los años noventa del siglo XX se ha insistido en que en las noticias y comentarios no es aconsejable exponer –mucho menos sazonar– los precios de los estupefacientes prohibidos (cocaína, heroína, marihuana) porque motivan a los perceptores al involucramiento en la empresa global del narcotráfico.

Por lo mismo se ha advertido sobre el daño letal de la visibilización de la “buena vida” que caracteriza a los jefes del negocio. Las rentables narconovelas entran a los hogares para enseñar con la mejor pedagogía cómo convertirse en un dios terrenal. Cada capítulo es una lección explícita de metodología del crimen…

Quien ha tenido la oportunidad de echar parte de sus días en las aulas universitarias, seguro que ha notado un creciente desencanto por los estudios. La aspiración máxima de muchos es graduarse, no aprender. La excusa recurrente: “Voy a terminar para que no digan; las empresas no te quieren emplear; los salarios son de miseria; el dinero no se consigue por ahí… No hay que ser profesional ni tener un título para vivir bien. Hay que buscársela”.

El mismo razonamiento esbozan muchos polizones que salen de los suburbios donde sobreviven para desafiar el mar Caribe con barcazas frágiles. Reprimen el miedo a perderse en el Canal de La Mona para buscar afanosos el “sueño americano”. Frase común entre ellos: “Comoquiera me voy a morir, si no me espanto”.          

Las reacciones se corresponden con la construcción en el imaginario colectivo de un modelo de éxito y bienestar fundado en la corrupción y el crimen organizado, no en valores.

La exhibición recurrente del boato, las caletas de billetes y el poder de arrodillamiento del narcotraficante; y la exhibición de los lujos de políticos y empresarios corruptos, pero venerados, representan el espejo que, a diario, los medios le ponen enfrente a la sociedad. El hombre y la mujer de trabajo, que, junto a los suyos, viven con dignidad pese a las precariedades económicas, no aparecen, sin embargo, en tal escenario. Es decir, no son dignos de imitar.

Los relatos mediáticos acerca del mundo de las drogas, así presentados, ruidosos, como chercha farandulera, parecen ser parte de una estrategia del mismo narco para ocultar el fondo con puro espectáculo de mal gusto. Mejor de ahí se daña.