Es una realidad innegable que las barreras que antes dividían el mundo hoy día han quedado en gran parte del mismo eclipsadas a consecuencia de la expansión de las comunicaciones, de la internacionalización de la cultura, de la moda y la tecnología entre otros factores.
Por eso lo que sucede a lo interno de un país si de alguna manera despierta el interés de la comunidad internacional no podrá pasar desapercibido más allá de sus fronteras, produciéndose todo tipo de opiniones que aunque muchos todavía pretenden aniquilar bajo viejas teorías injerencistas y manidos argumentos de derecho a la soberanía, nada ni nadie puede detener.
Las autoridades de todos los poderes del Estado y de casi todas las facciones políticas han reaccionado ante las acusaciones, declaraciones o advertencias dadas por personalidades, organismos internacionales o gobiernos extranjeros en relación con el plan de regularización de extranjeros llevado a cabo por nuestras autoridades y sus consecuencias sobre personas nacidas en, u originarias de Haití.
Sin embargo, a pesar de las reiteradas acusaciones de medios de prensa brasileños sobre alegados actos de corrupción y tráfico de influencias que supuestamente vinculan a autoridades de Brasil, empezando por el propio ex presidente Lula da Silva, con adjudicaciones de obras de infraestructura en la República Dominicana a la empresa carioca Odebrecht, cuyo presidente en una inusitada actuación de la justicia de dicho país ha sido detenido con fines de investigación junto al de la otra gran empresa constructora brasileña Andrade Gutiérrez; a la fecha no se han producido ni reacciones ni defensas.
La gravedad de las acusaciones efectuadas, que presentan a la República Dominicana como uno de los casos representativos del modelo sindicado de corrupción entre los muchos países en que operaba la empresa, debería generar acciones en nuestro país para aclarar lo que fuere necesario.
Así como somos virulentos al reclamar que ningún país, entidad o personalidad extranjera puede inmiscuirse en las políticas internas de nuestro país y en reaccionar ante alegatos que deterioran la imagen del país en relación sobre el tema migratorio; de igual manera debemos sentirnos ofendidos de que nuestro país sea citado en primera línea como parte de una red imputada de corrupción, así como sus máximas autoridades, en caso de que no existieren argumentos válidos o deberíamos reclamar que soberanamente juzguemos lo que esté mal y no dejar esa responsabilidad únicamente a una justicia foránea.
La nula reacción existente en relación a este caso es negativa desde todo punto de vista, pues o hace sospechar que ser tildados de corruptos ha dejado de ser ofensivo en nuestro país, o que no hay ningún interés en demostrar lo contrario porque no se tiene el deseo de hurgar la verdad.
Defender el honor no es solo cuestión de soberanía, es también necesario hacerlo cuando la honradez de nuestras autoridades es puesta en tela de juicio, con razón o sin ella, por jurisdicciones extranjeras. Nuestra reacción no puede ser el silencio sino un responsable accionar que demuestre que nosotros más que nadie queremos velar por la pulcritud del manejo de nuestros recursos. El sepulcral silencio en relación con este tema hiere nuestros oídos y deteriora la imagen nacional, la misma que tan acaloradamente en otras facetas defendemos.