El primer mes del presidente estadounidense Donald Trump en la Casa Blanca ha sido uno para la historia. Observadores en Washington aseguran que ninguno de sus predecesores ha sido objeto de tantos frentes de ataques jamás vistos desde el escándalo de Watergate, a mediados de la década de los años 70 del siglo pasado, contra el entonces mandatario Richard M. Nixon, por la incursión ilegal en la sede principal del Partido Demócrata en el hotel homónimo de la capital estadunidense.
Al nuevo mandatario la abren fuego sin razones desde numerosos bandos. Al menos cuatro de sus nominados a distintos altos cargos en el gabinete federal han sido torpedeados por las filtraciones sospechosas de la oposición que el presidente del Comité de Inteligencia de la Cámara, Davin Nunes, atribuyó a incondicionales del exmandatario Barack Hussein Obama y de la derrotada excandidata demócrata, Hillary Rodham Clinton.
Para Trump, que es el presidente legítimo de todos los estadounidenses aunque algunos lo objeten en protestas premeditadas y financiadas por intereses financieros poderosos amargados por la derrota fulminante de sus socios demócratas el 7 de noviembre de 2016, el pantano de Washington, epicentro del “establishment” y joya de la corona de una claque política corrupta y aberrante, es un territorio sembrado de minas y con poca posibilidad de salvación.
Nunca antes, quizás con la excepción de Abraham Lincoln en el medio del trauma de la guerra civil norteamericana de secesión que se inició el 12 de abril de 1861, se había atacado a un nuevo mandatario de los Estados Unidos con tanta saña, odio, rencor, rechazo, vehemencia e intensidad por parte de elementos radicales de un partido que se dice ser progresista, incluyente, liberal y tolerante, parido por el mismo Partido Republicano de Trump y de Lincoln.
Y como si fuera poco, un ejército de “robots”, descritos hace poco por Humberto Eco como “miles de idiotas sin cabeza con derecho a la palabra” propalan en las redes sociales miles de historias sin fundamento, y otras falsedades para tergiversar los hechos y sembrar la duda respecto a un recién llegado a la Casa Blanca, que no es político típico y que, ¡oh sorpresa!, cumple sus promesas de campaña aunque le pese al demonio y a toda su compañía, haciendo validar la ley sin miramientos de colores.
Nunca antes, quizás con la excepción de Abraham Lincoln en el medio del trauma de la guerra civil norteamericana de secesión que se inició el 12 de abril de 1861, se había atacado a un nuevo mandatario de los Estados Unidos con tanta saña, odio, rencor, rechazo, vehemencia e intensidad por parte de elementos radicales
Si James Madison fuera testigo de lo que ocurre en la actualidad en la política de los Estados Unidos, seguro que le daría asco ver lo que hacen algunos de los miembros más extremistas de su partido en la historia moderna. No apelaría al truco de buscar culpables, que es lo que está de moda. Seguro que encabezaría un Tea Party, con o sin Bernie Sanders, para frenar la locura que se ha desatado dentro de una colectividad política que ha perdido el norte, agobiada por su vacío de liderazgo y el rumbo perdido después de ocho años de socialismo de Robin Hood y de controles al progreso individual y colectivo.
No adalid de la ideología del desarrollo individual, sino de quitarle a los ricos para repartir a los 60 millones de desamparados de la nación –no olvidemos que quien reparte se queda con la mayor parte–, y de restricciones al gran capital opositor, maravilloso legado de parte de la administración Obama que ha dejado a un país más dividido que nunca antes y después del presidente demócrata Lindon B. Johnson, en los años 60.
Y para ponerle la tapa al pomo, a la campaña sucia financiada por los capitales que fomentan la esclavitud tecnológica moderna y la satanización del presidente Donald J. Trump, se han subido al tren los diarios liberales The Washington Post y The New York Times, este último del socio mayor y multimillonario mexicano Carlos Slim, para violar la ley de los Estados Unidos.
Ese periodismo se ha dado a la tarea baja de difundir falsedades como la de que la primera dama, Melania Trump, es una prostituta, la alegada y nunca probada interferencia rusa en las elecciones de noviembre, entre otras ignominias. Qué bueno si hubieran gastado tanto esfuerzo por servir a la opinión pública cuando el escándalo de los correos de Clinton, la cacería del IRS contra ONG’s conservadoras, la mordaza de Obama a la prensa en la Casa Blanca, o el sangriento ataque al consulado en Bengazi, Libia.
En conclusión, la administración Trump debe emplearse a fondo en el marco de las leyes para organizar y darle nuevo rumbo y vitalidad a la República, reforzando la economía interna, llevando orden con libertad donde impera el desorden y el oportunismo, creando empleos para millones de desocupados que votaron por el cambio; redefinir la política exterior dando énfasis a la seguridad nacional, reforzar las fronteras y dejar atrás el apaciguamiento de los enemigos de Estados Unidos; pulverizar a los terroristas de ISIS, y dar respuestas contundentes a quienes han creído que la gran nación del norte debe seguir siendo una cueva de vagos, ladrones, drogadictos y mafiosos…