En estos momentos en nuestro país el "discurso de odio" contra los inmigrantes haitianos se ha hecho viral. Con este tipo de discurso, algunos desde la sombra, encerrados en su egoísmo comunitario; otros, envalentonados desde las redes, foros y programas de radio y TV procuran estigmatizar a los inmigrantes haitianos y preparan el camino para que sean tratados con hostilidad.
El discurso del odio (hate speech), entendido como “cualquier forma de expresión cuya finalidad consista en propagar, incitar, promover o justificar el odio hacia determinadas personas o grupos por su color, raza, nacionalidad, religión u otras características, desde una posición de intolerancia”, está creciendo aceleradamente en el país a raíz del aumento de la inmigración haitiana no controlada, dejando detrás de si apresamientos antojadizos, quema de vivienda, golpizas, deportaciones humillantes, insultos, persecución y amenazas creíbles.
Parapetados en un “fervor duartiano” sesgado, descontextualizado y acomodado a sus intereses particulares, sectores xenófobos del gobierno, religiosos, alcaldes, políticos, académicos, intelectuales y simples ciudadanos manipulados, enarbolan la bandera de un nacionalismo miope y agresivo que pone de manifiesto una serie de complejos, prejuicios, discursos “armados” e intolerantes y argumentos cargados de odio en contra de la inmigración haitiana que, si bien debe ser organizada, jamás deberá ser tratada con crueldad.
Pero más que azuzarla o ignorarla, por miedo o conveniencia, esta inhumana situación debe más bien ser sometida al debate serio, amplio y plural para no dejar sin protección a los más débiles, a los que tienen menos posibilidad de defenderse. Debe ser sometida a la reflexión de las “buenas conciencias”.
Pero el debate habrá de llevarse a cabo con el necesario entreveramiento entre el derecho y la ética, tanto para lograr políticas de acogida e integración justas, como para darle vida a los principios de la hospitalidad humanitaria y la solidaridad con quienes se encuentran en una situación especialmente vulnerable. Y esto resulta doblemente importante para nuestro país, caracterizado por tener “grandes inmigraciones” y “grandes emigraciones”.
Los “nacionalistas furibundos” catalogan estos principios como débiles e innecesarios por considerarlos “sensibleros” o poco patrióticos. Esto convierte en más urgente el debate para poner nombre a esta patología social, para diagnosticarla de manera clara y proponer tratamientos efectivos a tiempo.
Esta “cruzada de odio”, que no pasa de ser la expresión de un nacionalismo caricaturizado, resulta altamente preocupante ya que el discurso de odio precede a los “delitos de odio” (hates crimes). Entendiendo por “delitos de odio” los “actos de violencia, hostilidad e intimidación, dirigidos a personas seleccionadas por su identidad, que es percibida como diferente por quienes actúan de esta forma y a las cuales que se les ataca con abuso de superioridad y en desproporción de combate”. Frente a todo ello, sólo nos queda la fuerza de la justicia, la compasión y la “buena conciencia”.
De los inmigrantes haitianos, dicen los propagadores del odio que “deben irse de aquí porque son de raza, lengua, religión y cultura diferentes; son invasores que vienen a usurpar el trabajo y los servicios públicos que les pertenecen a los dominicanos… y otras tantas injurias xenófobas y racistas. Lo mismo, si así fuera, cabría decir de los millones de dominicanos que emigran de esta patria, convirtiendo en suya la de otros, “con o sin papeles”.
A tan mal corazón no escapa tan corta inteligencia. Esos heraldos del odio olvidan que en Haití habitan miles de dominicanos, a los cuales Dios salve para que jamás le apliquen la “ley del talión”. Tampoco recuerdan que “quien siembra vientos cosecha tempestades”.
Nada más falso e injusto que considerar al inmigrante como fuente de riesgos y conflictos, nada más peligroso y demagógico y, sin embargo, ese es el mayor logro que los grupos nacionalistas patologizados del país han conseguido apuntarse por ahora, y no necesariamente en nombre de un Duarte inmigrante, justo y compasivo, que si volviera hoy escribiría en todas las paredes del país: “República Dominicana será un país libre ‹‹de corruptos›› o se hunde la isla”.
Más allá del silencio cómplice frente al discurso de odio y a los delitos de odio cintra la inmigración haitiana, saquemos a la luz su miseria y desenmascaremos a los verdugos, entre los que se encuentran, lamentablemente, políticos y partidos, que apuestan al discurso xenófobo y que en épocas de crisis echan mano de un chivo expiatorio porque no tienen nada positivo que ofrecer.
Atacar a los más débiles con palabras y acciones no es sólo es un abuso. Es violencia. Es falta de fraternidad humana y religiosa.
Ahora en Semana Santa vivamos la dimensión del “Mandamiento Nuevo”. El Nuevo Testamento aprecia la hospitalidad y la compasión como unas de las actitudes que el Hijo del Hombre tendrá en cuenta para la salvación: “Era extranjero y me acogiste” (Mt. 25,35). El extranjero es sagrado, y acogerlo es una actitud responsiva, decente y civilizada.
Hay que cultivar la tolerancia para lograr una convivencia pacífica entre estos dos pueblos hermanos. El discurso del odio y los delitos de odio conducen a un destino diferente y peligroso. ¡Hay que evitarlos!