Es frecuente que la Cámara de Diputados, más que la de Senadores, se encuentre envuelta en algún escándalo de corrupción o sea punto de referencia de una irracional iniciativa legislativa que provoca crispación en la sociedad dominicana. El reciente debate sobre la lectura obligatoria de la Biblia en los centros escolares que algunos de ellos quieren imponer, constituye otra lastimosa muestra de que la generalidad de nuestros legisladores vive al margen del tiempo y que desconocen que existe una clara separación entre las cuestiones propias de la esfera pública y de la esfera privada. La religión y lo religioso son cuestiones de estricta incumbencia personal que no deben imponérsele a nadie, porque de hacerse se estaría transgrediendo el principio universal del derecho a libertad de pensamiento.
Pero no son sólo la generalidad de los congresistas los que desconocen la separación que existe entre lo público y lo privado, sino muchos legisladores y dirigentes políticos que no logran sustraerse de la presión del fundamentalismo oscurantista de algunos sectores de diversas iglesias que no reconocen el principio que establece que ni el Estado ni ninguna iglesia puede obligar a nadie a practicar un determinado culto religioso, ni que las acciones u opciones de vida de las personas se rijan de acuerdo al credo o fe de una determinada religión. También, que la libertad de culto y de creencia implica igualmente la libertad de no creencia religiosa ni de culto alguno, principio este que se ha establecido en la sociedad moderna luego de superar aquellos aciagos tiempos en que las guerras religiosas produjeran varios holocaustos en que murieron millones inocentes.
En tal sentido, la pretensión de algunos legisladores de hacer obligatoria lectura de la Biblia en los centros escolares no solo es violatoria a la esencia de la libertad de culto, sino a la Constitución. Ese principio es lo que ha defendido la diputada Faride Raful, con la claridad expositiva y sentido de responsabilidad con que ha defendido sus posiciones y los intereses del país durante su ejercicio de sus funciones de legisladora, sustrayéndose de esa colusión perversa entre algunos legisladores, dirigentes políticos y sectores de varias iglesias y grupos religiosos para imponer sus posiciones religiosas y/o lograr intereses materiales, los unos, y para hacer politiquería barata e irresponsable manipulando el sentimiento religioso de diversos sectores de la población para capturar potenciales votos, los otros.
A este propósito, constituye un dislate la coincidencia, en esencia, de Luís Abinader con el populismo irresponsable de algunos legisladores y de sectores recalcitrantes de algunas iglesias, al afirmar, según un medio de prensa, que “la lectura de la Biblia en los centros educativos públicos y privados fortalece los valores para vida”, un desatino que rechazan algunos sacerdotes católicos y pastores de otras iglesias; además, sectores que se baten por la defensa de la libertad de opciones religiosas y de vida, conscientes todos de que los valores para la moralización y regeneración política de esta sociedad, no se logran imponiendo la lectura de la Biblia en centros educativos, ni integrando fanáticos fundamentalistas cavernarios a las filas partidarias, sino con un Ejecutivo, un Congreso, una Justicia y unos poderes locales dirigidos por gente capaces e incorruptibles
Es innegable que existe una ética laica, aquella que permite a no creyentes dar su vida por amor al prójimo, por el bienestar colectivo y personal de su semejante, a lanzarse al fuego o al agua para salvar otro ser humano o a morir por las torturas en las cárceles para no traicionar al prójimo. Es lo que Umberto Eco llama ética natural o impulso interior del ser humano que lo lleva a defender a su semejante, la cual en esencia no es distinta, de la ética religiosa. La confluencia de esas dos perspectivas de la ética a través del diálogo es importante para la convivencia en paz de los seres humanos, pero esa confluencia es insuficiente e incluso inútil si no coinciden en la necesidad de impulsar proyectos de sociedad inclusivos, de respeto a los valores universales de la libertad política, social, económica, de creencias y de opción de vida. Sin imponer un único valor.
¡Por Dios!, la religión, lo religioso y la fe son cuestiones que pertenecen a la esfera de lo privado, a lo estrictamente personal. A pesar de mi condición de no creyente, o quizás mejor: diversamente creyente, tengo una alta valoración de la religión, reconozco el profundo significado que esta tiene para millones de personas, pero saquémosla de la política, que no se haga de ella politiquería, que cada uno la practique en sus hogares, en sus templos, en todo espacio privado creado para el culto religioso, pero no llevarla ni mucho menos imponerla en las esferas de lo público. En varios países, para evitar el auge de la intolerancia y del fanatismo religioso de algunos para apuntalar sus proyectos de dominación política, a veces con pretensiones universales, determinados gobiernos han hecho esfuerzos para prohibir el uso de la religión o de símbolos religiosos en los centros educativos.
Es esa una búsqueda de solución al eterno intento de muchos de querer borrar la barrera que separa los espacios públicos y privados, que, en definitiva, ha sido uno de los grandes logros de los seres humanos en su largo camino hacia la libertad, hacia el respeto de la diversidad y del percibido diferente. En nuestro país, con el intento de imponer (porque en esencia de eso se trata) por ley la lectura de un texto religioso determinado algunos guías religiosos desaprensivos se comportan como jueces en la tierra del bien y del mal pretendiendo imponer sus sentencias a todo el mundo, incluso a quienes no son de sus iglesias, sean estos creyentes, militantes de partidos o de organizaciones de la sociedad civil.
Con su actitud, esos guías mantienen un profundo e incontrolable irrespeto hacia los demás, buscando retrotraer esta sociedad a los oscuros tiempos de esa intolerancia religiosa que provocaron la muerte millones de personas, de los incendios de ciudades, propiedades y pueblos en nombre de la fe. Toda persona de bien, todo político responsable debe rechazar esa recalcitrante intención.