Los suplementos culturales y las páginas de opinión en la prensa nacional siguen siendo el escenario principal para tomar el pulso a la crítica literaria dominicana. Desgraciadamente, lo que se aprecia es un espacio yermo en donde pocas veces brilla alguna lectura edificante. Este es un asunto que señalé en mi primer artículo en Acento en 2011: “La desesperación de los intelectuales dominicanos”. A diez años de esa nota, sorprende lo poco que ha cambiado el ejercicio de la crítica en nuestro país, un campo controlado por las mismas figuras con las mismas taras.
El máximo ejemplo de la pobreza de nuestra crítica lo hallamos en los artículos de Diógenes Céspedes que, a mi juicio, es la pluma que más daño le hace a la literatura dominicana. Da lástima notar cómo continúa con la práctica de una escritura torpe y parroquial en la que se ceba principalmente con las mujeres y la intelectualidad de la diáspora. Las seis entregas que le dedicó hace poco a ‘Bordes de la dominicanidad’ de Lorgia García Peña son un ejercicio tenaz en todo lo que no debería traslucir en un escrito de crítica literaria: condescendencia, prejuicios, descaro.
Algunos lectores recordarán la ‘Antología del cuento dominicano’ que publicó Céspedes en 1996. En ella incluyó un epílogo en el que denunciaba un supuesto plagio por parte de Aglae Echavarría. No viene al caso si su denuncia tenía fundamento; lo que sí vale la pena destacar es la misoginia que destilan esas páginas. El desprecio de Céspedes hacia las escritoras no ha mermado. Ahí están como prueba las líneas que dedicó al poemario ‘Invención de la locura’, en las cuales reprueba el libro de Rosa Silverio en un tono francamente vil.
Este esquema de incorrección y atropello se evidencia también en sus comentarios a ‘Bordes de la dominicanidad’. Por ejemplo, llama la atención el que Céspedes se cite varias veces. Qué pobre valoración de su legado como crítico ha de tener cuando recurre al autobombo. Otro detalle que mueve al desconcierto es la mención del pretendido uso erróneo de la palabra “retórica” por parte de García Peña. Tal parece que Céspedes, quien no pierde ocasión para ufanarse de su paso por la academia francesa, no ha podido asimilar el vuelco que propició en la crítica el pensamiento de Derrida, basado precisamente en teorizar sobre la valencia de la retórica en toda instancia de lenguaje. Ciertamente, Céspedes no parece que haya sacado provecho a los debates filosóficos del París de los 70, ocupado como estaba en tratar de entender la cátedra de Meschonnic, su “comodín” en cada cosa que publica desde hace cincuenta años.
No es hasta el final de la tercera entrega sobre el libro de García Peña que se puede comprender el motivo del interés de Céspedes. Lo que mueve con tanta fruición al crítico es nada más y nada menos que lo que él ve como un considerable agravio: ¡que no lo citaran! Pero, para aludir al presunto ultraje, Céspedes tiene que recurrir a la autoridad de Tucídides; además de decir que el vudú está entre los “cultos mesiánicos” que han pululado en la geografía dominicana, cuando en realidad es una religión tan compleja y rica como el cristianismo o cualquier otra.
Del mismo modo, Céspedes se siente con el derecho de amonestar a García Peña por no citar cada uno de los textos literarios dominicanos que han incorporado en alguna medida al sujeto haitiano; como si el libro en cuestión fuera una historia de la literatura dominicana en lugar de un estudio académico con una hipótesis precisa que se desarrolla a cabalidad. Para colmo de males, Céspedes intuye la necesidad de cancelar los aportes de los académicos dominicanos de la diáspora. Estamos ante la querella de un crítico que, en lugar de dialogar en buena lid, se empecina en enjuiciar un libro con la única intención de hacer claro que él ya pasó por los predios que la autora transita.
De su crítica al libro de García Peña no se salva ni el traductor, que al igual que ella es un académico dominicano que imparte docencia en Norteamérica. En este punto Céspedes aprovecha para aventurar una rancia murmuración en contra de Silvio Torres-Saillant y Viriato Sención, a quienes cataloga de practicantes de “la doble vida, la rebeldía y el resentimiento social contra el orden político existente en la República Dominicana y los Estados Unidos”.
Por si fuera poco, la andanada de Céspedes en contra del libro de García Peña viene aderezada de una notable impericia argumentativa, como se ve en esta grotesca construcción: “Este es el programa que hará la doble revolución política y lingüística fuera de los cinco instrumentalismos a los que la teoría del partido del signo tiene sometida a la intelectualidad dominicana y latinoamericana”.
Es lamentable leer escritos como los de Diógenes Céspedes, que lejos de adelantar el desarrollo de la crítica literaria dominicana, lo vuelve un afán mucho más arduo.