Tendría que empezar por maldecirte, virus maldito. Tendría que empezar por echarte todas las maldiciones del mundo, por llenarte de diatribas e insultarte con furia y rabia sin saciarme, por lanzar sobre ti toda la ira del Dios bíblico y los demonios que hicieron despeñar a los cerdos.

Desde que estás entre nosotros, desde que nos habitas, la vida ya no es la misma. Sentimos terror, el pánico nos ha invadido. Hemos cambiado nuestra conducta y nuestros hábitos de amor y de cama. Controlamos el deseo y la fuerza de los instintos. Nos has forzado a ser más prudentes y cautelosos, más calculadores y racionales. Has matado el encanto de los encuentros furtivos, la entrega espontánea de los cuerpos. Has vuelto imposible la aventura erótica, el desarreglo de los sentidos, la bohemia del cuerpo y del alma. Nos obligas a ser aburridos monógamos, nos condenas a envejecer junto a la mujer o el hombre que hemos elegido ante la ley.

Todos te temen, oh virus maldito, como a un dios todopoderoso, irascible y cruel, porque estás en todas partes y tú solo puedes contra todos.

¡Qué soberbio eres, maldito, qué insoportablemente soberbio eres! ¡Cómo gozas diezmándonos! ¡Cómo te gusta que te bauticen con distintos nombres! ¡Cómo te divierte que te llamen mal del siglo, plaga de la humanidad, castigo divino, enfermedad incurable! ¡Cómo te complaces con todas esas interpretaciones a que has dado lugar sobre tu extraño origen y esencia! ¡Cómo te sabes todopoderoso, irreversible, tú, condenado virus que te desafías nuestra inteligencia y te burlas de nuestro orgullo científico!

¿Qué pretendes, maldito? ¿Vengarte de nosotros, castigarnos a todos por nuestros excesos, por nuestro desenfreno, por ser promiscuos? ¿A todos, aun a los inocentes, a los que no tienen nada que ver y ni siquiera han nacido? Pretendes ser una plaga justiciera que nos iguala a todos sin excepción; pretendes no hacer distinciones con nadie, espada que pende sobre todos, peligro a la vuelta de la esquina, fatalidad oculta en el deseo mismo. Pero no es verdad, maldito mentiroso, no es verdad, también castigas y condenas sin piedad a los no tiene otra culpa que la de haber nacido de algún culpable infectado.

¿Por qué te obsesiona tanto nuestra lujuria y sus efectos? Hay otros pecados capitales y con ellos no te metes, desgraciado. ¿No sabes que el goce sexual es lícito, lo más lícito que pueda haber entre los seres humanos? El exceso es un gasto, un derroche, de acuerdo, pero el defecto, ¿no es miseria, indigencia? ¿Por qué te importan tanto nuestras pasiones de bajo vientre, que no son las peores ni las más condenables? ¿Por qué no combates con igual tenacidad a tantas otras que anidan en el corazón del hombre?

Debería haber también un virus mortal para la codicia y la soberbia. Sí, debería existir un virus para el dinero y el poder, y no sólo para el sexo. Desde la más remota antigüedad, los seres humanos no han dejado de explotar a sus semejantes, ni de hacerse la guerra. Esto es infinitamente peor que el desenfreno y la promiscuidad, y, sin embargo, por aquellos males no han sido castigados con la crueldad y la inclemencia con que nos castigas hoy. Pero a ti, virus maldito, sólo te importa el goce que nos procuramos cuando nos excedemos, cuando vamos más allá de los límites permitidos y nos abismamos. Y entonces nos impones el castigo y, cuando no, nos recomiendas la mesura, la prudencia, la monogamia.

Alguien que conozco hace tiempo yace por tu culpa en un lecho de hospital. Yace enfermo, sin esperanza de cura. Sabe perfectamente que en él te has alojado. Reposa en una cama y espera la muerte. La espera consciente, con humor e ironía. Tiene el rostro arrasado de los que pronto van a morir. Entretanto, conversa y bromea con los pocos amigos que le visitan. Hace casi dos meses no prueba bocado alguno. Es fuerte en su desgracia, y eso es admirable. Se sabe condenado a morir para toda la eternidad, a no ser ya nunca más. Sabe que ha empezado su cuenta regresiva. Atrás, en el pasado, quedaron los proyectos para el futuro, los planes de investigar y de escribir libros. Ya no queda tiempo para nada, sólo el compás de espera de la muerte, la lenta agonía, el reloj de arena marcando las contadas horas. Lo que no se hizo antes, no se hará jamás. Ya nada importa, porque para él todo ha perdido importancia.

Ahí lo tienes, otra víctima tuya. ¿Te complace saberlo, gozas con ello? ¿Gozas con diezmarnos, como diezman a la humanidad las guerras, el hambre y las epidemias? ¡Oh, malvado virus, nunca te sacias! Te hemos ofrecido ya demasiadas víctimas, pero tú siempre quieres más, nada te sacia.

No me alcanzarás, virus maldito, no lo lograrás. He de morir algún día, pero no por tu causa. No seré otra de tus víctimas, te lo aseguro. Si algo debo agradecerte, es que me hayas vuelto más razonable. Me cuidaré, seré precavido y cauteloso, pues sé que eres un virus engañoso y traidor que se esconde bajo las bellas formas de cuerpos deseables. No sucumbiré a tu acoso mortal. Seguiré viviendo. Resistiendo. No podrás conmigo.

(Descarga antiviral escrita hace años en otras circunstancias, pero igualmente visceral para estos días).