En la República Dominicana el panorama de la crítica se torna cada vez más sombrío. Nuestros críticos desconocen la situación actual de la poesía y la crítica en Hispanoamérica. Cultivan el habitual consumo del circuito de un mercado artístico que oferta abundantemente un objeto reificado, esto es, un objeto artístico, superficial y frívolo.
Estos críticos asumen literalmente el legado de sus predecesores o mimetizan un saber académico sin aventuras ni riesgos. Son los mejores usuarios de una rancia tradición sin cambios. Su dirección discursiva se orienta hacia la "preservación" más que a la "novedad": "Ni invención”, ni recreación, sino “reconocimiento”, y siempre negaciones y rechazos. Parecería que sus juicios son un diagnóstico de sustracción si se aceptara el devenir de la poesía como una evolución mimética de sus errores.
La demanda de una historia de la crítica parte, precisamente, de esas premisas. Es el síndrome más débil del panorama crítico nuestro. Aún desconocemos a Mirko Lauer, Reynaldo Jiménez, Octavio Armand, Francisco Hernández, Héctor Viel Temperley, Rolando Sánchez Mejía, Roberto Appratto, Gerardo Deniz, María Negroni, Coral Bracho, Carlos Martínez Rivas, Néstor Perlonguer, David Huerta, Enrique Verástegui, Marosa di Giorgo, Paulo Leminski, Víctor Sosa, Eduardo Milán, Roberto Echevarren, Jacobo Sefamí, Eugenio de Andrade, entre muchísimos otros.
Esta situación se intensifica cada vez más cuando nos topamos con ciertos libros pagados ("bono de crédito"), donde las ideas sostenidas durante años cambian repentinamente. Es muy habitual encontrarse con esos libros reseñados en suplementos y periódicos sin antes haber pasado por el duro tamiz de la lectura.
En eso, precisamente, radica la crisis de una crítica que, de conformidad con el objeto específico de estudio, no ha asumido una actitud digna y consecuente. Lo que cuestiono, pues, no es el aspecto referencial en el marco de los acontecimientos históricos que podrían o no justificarla, sino algo paradójicamente más revelador: la retórica reincidente de la indigencia y la falta de sensibilidad que ciega la visión de la crítica.
La razón por la cual puede darse esta situación, quizás no se debe a que la categoría del sentido haya sido minada, sino que ha sido desplazada: el crítico mismo,más que el referente de la afirmación, de su mirada o análisis, parece ser ahora el único depositario del sentido. Así, la lectura única de un poema u otro texto literario, sería imposible y aun más la muerte de toda creación estética. Si la poesía, como dice Antonio Machado (1979), es palabra en el tiempo, la crítica es mirada en el tiempo: sucesión, investigación, curiosidad y cambio, tal como la propia obra. Las tramas de lectura, cuando no existe una sensibilidad contiene, sin lugar a dudas, muchos episodios de distorsiones y engaños.
El crítico, en efecto, lo que busca es darle algo al lector para luego quitárselo, incitándolo a que siga con la promesa irremediable de devolverle a un nuevo universo, esos mismos elementos que además podrían combinarse para evitar que el lector por sí mismo obtenga un mayor goce.
La lectura no constituye un problema real, pues coincide con el desenvolvimiento sucesivo del propio proceso. El crítico es la conciencia activa y activante del lector. Su interrelación es sumamente dramática. Sus análisis, sin embargo, no nos han servido, como ha dicho Álvaro Mutis (1999), para rescatarnos de este naufragio en la vulgar facilidad y en la "cafrería" verbal, en la que vamos hundiéndonos por obra de una sociedad de consumo en donde el hartazgo de basura es la regla y la calidad no sólo se ignora, sino que se persigue y asfixia como a un testigo incómodo, como a un patrón que denuncia la profundidad del abismo que nos devora y disuelve en vértigo implacable.
En nuestro caso particular, ese proceso ha devenido en un relato sórdido en el que el lector ha sido manipulado, mal orientado y explotado por un mercado insaciable, que sólo busca vender sus mercancías en contubernio con ciertos divulgadores literarios criollos.
Semejantes observaciones también podrían hacerse en torno a la mayoría de nuestros libros de textos, los cuales nos presentan una hipotética historia de la crítica, que a fuerza de indigencia se autoanula.
¿Cómo podrían, entonces, salir adelante los estudios poéticos en un país como la República Dominicana, donde cada método o modo propuesto parece estar basado en una lectura deficiente, interesada, desfasada y fundada en un preconcepto mal concebido acerca de la naturaleza misma del texto literario?