A menos que usted sea miembro del Comité Político o cercano al líder, ocupar una posición en la Administración pública es impensable; ya ni siquiera es una oportunidad para los dirigentes, más bien un derecho de grupos de intereses. Los ministerios han devenido en haciendas y sus titulares en burgueses.  Conforme a ese criterio, importan poco las aptitudes porque el propósito no es precisamente una buena gestión sino pagar favores o lograr realizaciones personales. Por eso lo normal es encontrar ministros sin competencia o con una titulación ajena o insuficiente al cargo, pero, eso sí,  dotados de filosas pezuñas. 

En esa lógica importan poco los méritos o los estándares de desempeño. Si por acuerdo político el puesto le toca a otro, un decreto de sustitución resuelve… y punto. Danilo Medina es rutinario en esas decisiones burocráticas; no hace destituciones, apenas rota; no tiene fibras para tales determinaciones. Hay ministros cuya trashumancia en la Administración le ha retribuido con una exitosa carrera pública. Carlos Amarante Baret, por ejemplo: superintendente de Seguros, director general de Bienes Nacionales, director general de Migración, presidente del Indotel, ministro de Educación,  ministro de Interior y Policía. Si fuera por cargos, podría optar por la Secretaría General de la ONU.

En la historia reciente los mandatarios se atan a un núcleo de intimidad impenetrable. Un selecto equipo que le acompaña desde sus campañas. Ese grupo conoce más al hombre que al presidente; sabe de sus relaciones, intereses, vicios, ambiciones y debilidades. Las razones del vínculo trae distintos cuños: parentesco, compadrazgo, apoyo económico, historia de vida. La lealtad es la condición que cimienta esa relación. Más que leales, son incondicionales. Reciben las encomiendas espinosas, los tratos oscuros y los trabajos sucios.  Son el poder detrás del trono. Cuidan la espalda del presidente con el mismo celo que guardan los secretos del poder.

Cada presidente ha manejado esas relaciones con códigos distintos, pero se reconoce un patrón de comportamiento ya estándar. Dentro de este esquema figuran los públicamente influyentes: se trata de funcionarios que la gente sabe que le llegan al presidente no solo en razón de su cargo, sino de sus lazos; también están los otros, esos que obran en las sombras armando grandes negocios en beneficio personal, de vinculados o por cuenta implícita del presidente. Estos han tenido diferentes nombres y perfiles.

En los gobiernos de Joaquín Balaguer esos personajes estaban consagrados al poder; ninguno invadía el rol del otro y todos lo asumían como rito. Aníbal Páez vestía y se ocupaba del aseo del caudillo; Manuel Guaroa Liranzo atendía las confidencias del poder; Luis María Pérez Bello era su guardia, lazarillo y picaporte; Rafael Bello Andino, su viejo taquígrafo y secretario personal, controlaba el despacho. A estos cuatro les llamaban el “anillo palaciego”. Consumieron sus vidas a la sombra de un hombre ciego, decrépito, taciturno e inescrutable, pero prodigiosamente lúcido.  Se llevan a la tumba sus mejores secretos.

En el caso de Antonio Guzmán el círculo era de estrecha cofradía  familiar y lo integraban su hija Sonia Guzmán de Hernández, su yerno, José María Hernández, y su esposa y primera dama, Renee Klang de Guzmán. El poder (sus tramas y breñas) era deshojado a puerta cerrada, tan hermética que aún guarda las negras razones del suicidio.

Con Salvador Jorge Blanco cambia la configuración del clan. El presidente Jorge Blanco tuvo colaboradores colaterales sin cargos pero de fina penetración en el poder; se recuerda al banquero Leonel Almonte, al periodista Guillermo Gómez, entre otros. Pero el círculo oficial lo encabezaban Hatuey de Camps en la conducción estratégica, Rafael Flores Estrella en los despachos palaciegos y el incondicional general Manuel Antonio Cuervo Gómez.

Hipólito Mejía les dio independencia a sus ministros; su ocupación en el despacho cotidiano era muy abierta. Como avezado político sabe a quién y con quién contar, con ese sentido rural del compadrazgo. Sus relaciones fueron espontáneas, pero no dejó de tener “amigos” cuya lealtad fue probada en las circunstancias más hostiles. ¿Cómo no recordar a Hernani Salazar y al excoronel Pedro Julio –Pepe– Goico Guerrero?  Pero nadie supo aprovechar tan productivamente su paso por el gobierno de Mejía como Miguel Vargas Maldonado, con una carrera política y empresarial tan difusamente atadas que no hay forma de discernir dónde empieza una y termina otra.   Hasta el día de hoy…

Leonel Fernández, agraciado por una inesperada circunstancia histórica, llega a la presidencia sin un círculo reconocido de adherencia personal. Era un inexperto. Se dedicó a presidir el gobierno del partido en el que Danilo Medina, como secretario de Estado de la Presidencia, se ocupaba de la colocación de la militancia en la burocracia. Cuando Medina entendió que el presidente había creado su propio cerco de secretos y con perspectiva de despuntar como su rival, abandonó el Gobierno. En sus últimas dos gestiones Fernández alcanzó una comprensión impensada sobre las oportunidades económicas del poder. Elevó a niveles y cifras nunca vistas la inversión y la deuda pública para financiar grandes obras. Son precisamente esos negocios los que le crean un poderoso cuadro de intereses con contratistas emergentes. En ese juego precisaba de hombres de bajo perfil, habilidosos, discretos e incondicionales. Ya los tenía: su amigo y mecenas Diandino Peña;  el secretario de organización de su partido y confidente, Félix Bautista, y el hombre de las recaudaciones, don Víctor Díaz Rúa, quienes junto al primero acaudalaron las fortunas más colosales en gobierno alguno. Sin embargo, el más beneficiado de esos tratos fue un núcleo de contratistas de primera generación, algunos de los cuales figuran en la lista Forbes de la República Dominicana sin cruzar los sesenta años.

Danilo Medina se acreditó con una retórica moral cautivante, en un momento donde todo lo que olía a Leonel Fernández era repulsivo. Lo negó en todo sin necesidad de decirlo, estrategia que lo mantuvo en las nubes de la popularidad. A medida que sus gobiernos fueron revelando más de lo mismo y que los escándalos se convirtieron en rutina impune (hasta la erupción  apoteósica de Odebrecht) no tenía que negociar acuerdo de indemnidad con Leonel Fernández; ya no le queda otro camino, a menos que prefiera enfrentarlo con una nueva aventura reeleccionista. Sus hombres fuertes, José Ramón Peralta, Gonzalo Castillo Terrero (con un perfil muy parecido a Vargas Maldonado), y sus titanes políticos Reinaldo Pared Pérez, Carlos Amarante Baret y José Ramón Fadul llevarán sus cintos bien ceñidos y sus escudos en mano dispuestos a defender su cruzada en cualquier batalla.

Casi todos los leales a los mandatarios han probado acusaciones, afrentas y cárcel, asumiendo como propios los desvaríos de sus mentores. Creo que con Danilo Medina esa tradición de “honor” se quebrará porque, además de que no será judicialmente molestado, sus leales tampoco, y, si fuera el caso, dudo que estos últimos tengan el coraje de empuñar los barrotes. No lo hacen ni lo harían por coraje, menos por gratitud. Danilo arrastró el mayor peso de Odebrecht en América Latina y terminará felizmente jubilado por el tiempo y descargado por la cobardía y complicidad políticas. Mi papá lo vivía diciendo; poco caso le hacía: “nunca te fíes del más calladito…”.