El destino puede ser visto como la existencia total,  como un padecer o un plan nivelador de los ideales; el ideal no se define a sí mismo como conciencia ni como algo simplemente inaprensible o un demos donde la objetividad no es un acto de fe.

El ser humano vive en un espacio-ambiente que es el tiempo, que no es otra cosa que fingir hacia dónde vamos al nacer; cada instante es sólo un pragmatismo infinito que se desprende para buscar una forma de ser y de pensar para sentirnos acompañados.

Cuando llegamos a la existencia fingimos venir preparados para construir una historia en movimiento, porque todos estamos subordinados a las máscaras complejas de la realidad, abandonándonos, ocasionalmente, a la dispersión, a la decadencia, a la evidencia planetaria que nivela nuestras perspectivas del tiempo, los episodios fragmentarios, a la acumulación de las experiencias, las actitudes, las circunstancias que se interpelan… por eso vivimos viendo, y se dice que la vida es como un libro abierto, del cual se debe ir pasando sus páginas; individualizando el valor de los sentidos y las presencias estandardizadas que se convierten en compañeras del viaje por la vida.

El ejercicio de la escritura no es sólo un trabajo de pulsación del ritmo de una lengua, ni una manera simple de codificar una gramática para ordenar de manera eficaz al través del signo  el carácter de una época. Toda escritura tiene su lógica, su sustancia, sus cualidades, sus referencias de palabras en sí y por sí. Escribir es una forma de elaborar el lenguaje humano, de acusar al tiempo de los actos del espíritu; es una manifestación de la individualidad propia de cada ser, un enlace entre el alma-como abstracción- y la realidad condicionada.

Todo acto de escritura es una representación del terrero que han ganado los siglos como representación vital de la evolución biológica de los sujetos.

Escribir en función de lo que nos puede preceder como historia, es una manera de padecer las cuestiones del mundo; es ser consecuente con lo que es palpable, tener el poder de arrebatarle al movimiento progresivo de la uniformidad perpetua del círculo la nostalgia de la suposición evidente.

La escritura se padece en solitario porque se viaja a lo desconocido, a un juego ocioso al cual nos abandonamos. Se puede escribir de manera aleccionadora sobre lo "que se ve" o a modo de predicado sobre "lo que se observa", o bien construyendo un nexo íntimo, con pasión explosiva sobre lo que nos invade la psiquis, para añadir a lo normal un mundo participativo, de significantes que se interrumpe por las afirmaciones que hagamos cuando buscamos respuestas al contrasentido, a la vaciedad del corazón, a lo extraño, a la ausencia sentida, a la ironía involuntaria de dar a nuestro horizonte otras posibilidades.