Mientras el Gobierno nos engatusa con “highlihts” sobre sus ejecutorias emblemáticas: visitas sorpresa, construcciones de escuelas e índices de reducción de la pobreza, la ciudadanía vive su cotidianidad con señales preocupantes de degradación de su calidad de vida.
Mi primer cara a cara con la rabia tuvo lugar hace unos años, cuando un gato enfurecido atacó a mi hija adolescente en nuestra urbanización de Arroyo Hondo en Santo Domingo.
El animal se precipitó sobre ella y la arañó, al igual que a una trabajadora de una casa vecina. Debo reconocer que mis conocimientos sobre la rabia eran muy limitados, ya que crecí en la capital de la patria del Profesor Pasteur y la existencia de la rabia para mí era algo de otra época, así que no le presté atención al comportamiento errático del gato. Desinfecté el rasguño sin más preocupaciones.
Al regresar a casa mi esposo, hijo de médico, se enteró del acontecimiento, se alarmó e indagó hasta enterarse que vecinos habían matado al gato por su agresividad y habían tirado el cadáver en el “camión de la basura” que pasaba en este mismo momento.
El mandó a buscar el gato muerto en la estación de transferencia de desechos sólidos de Villas Agrícolas. Una vez hallado el cuerpecito del animal, se llevó de inmediato a analizar en el Centro Antirrábico de la Avenida Duarte, a la vez que se le hacía una inyección anti rábica a las dos afectadas.
Al día siguiente, el resultado de las pruebas arrojó que el gato efectivamente tenía rabia. Tanto mi hija como la trabajadora doméstica fueron sometidas a las 20 y tantas inyecciones necesarias para evitar contraer la terrible enfermedad.
Por precario y vetusto que era este centro, nos brindó un servicio eficaz, rápido, profesional y nos liberó de un gran susto, al igual que a todos los usuarios de la institución con quienes nos cruzamos durante ese mes.
Me quedé sin palabras cuando me enteré que este espacio había sido cerrado y sus funciones repartidas a los cuatro vientos: los casos sospechosos de rabia siendo manejados en los hospitales y las pruebas de inmunoflorescencia que anteriormente se realizaban en el laboratorio del Antirrábico tienen que ser enviadas al Centro para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) de Atlanta, en los Estados Unidos.
Al saber esto me dio una nueva sensación de desamparo, que se agrega al extendido sentimiento de desprotección que se vive en nuestro país.
Desamparo, porque bajo la amenaza de un arma de fuego, no hay un día que -a pie o en un carro- una persona allegada, de cualquier nivel social, no sea atracada, despojada de su reloj, celular, cartera, o cualquier otro bien. Esto, en el mejor de los casos…
Acontecimientos como estos, que ocurren a plena luz del día, con modalidades a veces inverosímiles, se agregan a los feminicidios y a todo tipo de homicidios, y a las noticias sobre el auge indetenible del crimen organizado que nos carcome.
Esta situación tiene, como lo dice la socióloga Liliam Bobea, costos intangibles: o sea, “el miedo, un sentimiento de acoso constante que impacta la movilidad física de las personas, el disfrute del espacio publico y, consecuentemente, el deterioro de la calidad de vida”.
Es tanto así, que muchos conocidos han cambiado sus hábitos de vida (sectores y rutas, recorridos, horas de salidas etc..), desde hace tiempo, para tratar de mitigar los riesgos.
El desamparo está en muchas partes, producto de la desorganización de la vida en común, y merma una calidad de vida ya tambaleante.
Esta realidad de vida cotidiana entra en total contradicción con un excelente video de promoción de la Republica Dominicana realizado por el Banco de Reservas, que nos promueve con mucho talento como un país moderno, pujante y organizado… lo que soñamos de ser algún día. Al final, es mejor ser turista en un resort que un ciudadano común y corriente de la República Dominicana.