Desperté hoy  detrás del misterio. Ayer había en el cielo una agitación ondulante. Estaba la vida demasiado minúscula; las flores no tenían pétalos y estaban dormidas. Las montañas   quedaron sin alegrías,  porque las aves en un vuelo lento, inesperado, casi moribundo, se habían marchado,  tristes, a habitar otro cielo alto; un cielo alto de luz y de arco iris aterciopelado.

Dios, al parecer, había dejado rezagada su bondad; el polvo, junto al viento, se aglomeraba en sus vestidos, porque la conciencia de él, faltaba a su palabra en el tiempo.

Él, inesperadamente, olvidaba su promesa; su traje de infinitud se marchitaba, sus mejillas eran de un largo verano. Estaba él mirando el pincel con el cual iba a dibujar de nuevo su esplendor celestial; las estrellas de la noche habían huido de su constelación…y de nuevo el viento, quemado por la fiebre de la apatía del silencio y de la nada,   estaba enmudecido; no se oía, no se escuchada, no soplaba, no rugía…

…El viento no tenía eco en las montañas ni en las arenas ni en las aguas de los mares; no tenía ni aún una forma misteriosa como el viento enrojecido. Estaba triste el viento, tan triste, que las grietas del universo quebraron a las almas que cruzaban por sus abismos.

Dios sonreía y me observaba mientras yo escribía estas palabras. Él  "veía" cómo todo era aflicción en torno a él, vacío y puro azar, además de un litoral lleno de nostalgia.

Dios, aún, en  el mundo mortal, estaba de frente a su contemplación; hablándome de la fugacidad de la existencia. Había llamado de nuevo a sus arcángeles de cabellos flamígeros para contarle su credo; su credo de magnificencia, su credo de creación original, su credo de vida, su credo de muro y murallas.

Dios…Dios, Dios!, entonces, aún cuando  mostraba mi rebeldía, decidió conducirme  y mostrarme  su santuario. Me mostraba su majestad, su serena inspiración, su obra esparcida en el aquí y en el ahora, en el después y en el antes. Dios era un árbol, un árbol invisible, una línea sin gravedad, un arquitecto de la temporalidad…

La temporalidad era el recuerdo, la cuadratura del ahora, las alas del cielo que no puedo tocar por miedo a la celestial muerte que aprisiona al alma de los incrédulos. Él era lo inmediato, un mundo fugaz, fugaz, fugaz… transitoriedad; un visitante  del destello de la luz en el mundo real, o bien, al que llamamos real, aún cuando no comprendemos el misterio del instante divino.

Fue entonces cuando pude ver que  Dios tenía junto a sí los planos de una obra concebida en su interior latente. Su obra era la vida en la ceniza. Guardaba con celo esos planos; temía que alguien los destruyera; por eso se esforzó en guardar los misterios de sus obras, de esas escrituras transparentes y decidió ascender a los cielos.

Desde que Dios habita en los cielos, las preguntas han quedado sin respuestas; solo podemos tener días en los cuales la historia se evapora en el mito y en las ceremonias de la idealidad. Desde entonces también vivimos en un archipiélago de dudas; las creencias se sacralizan, las imágenes se celebran y el fuego es el opuesto de las huellas.

¡Tantas veces que de manera  imprevisible reposa el tiempo de la vida!, y no sabemos llamarlo por su nombre. Tú, Dios, que eres el tiempo ¿por qué nos da la angustia de morir? ¿Por qué nos sublimizas las esperanzas y nos atrapas en la potestad de tu voluntad imperativa?  ¿Por qué,  Señor, nos quiebra la Fe?  ¿Por qué nos arrebatas la vida? ¿Por qué tienes tanta audacia para una temerte?

Dios, han sido muchos siglos de cuestionarme, de creer que  el otoño no llega si tú no corres los velos inesperados del cambio de estaciones. Yo quiero fluir,  ser una ínfima partícula del cosmos, pero las dudas no me dejan; por tanto, voy a dejar en blanco las páginas de los misterios; no obstante, las llenaré de figurillas para deleitar tus ojos, y trataré cuando mi alma repose comprenderte sin juzgarte.