Cuando la camisa adquirida para un hijo adolescente ya no puede proveer espacio suficiente para acomodar su creciente musculatura es inevitable dotar al muchacho con una camisa de talla mayor. Antes de que esto ocurra, sin embargo, la camisa sufrirá desgarramientos, algunos daños y será abandonada en una esquina del ropero. Está claro que el muchacho no dejará de crecer y que las dimensiones de la camisa son fijas e inelásticas. Esto es exactamente lo que ocurre con el orden político, el estado de derecho, la legalidadinternacional hoy día.
La Segunda Guerra Mundial produjo un resultado más duradero y vasto en el nuevo orden internacional que surgió que en la derrota de Alemania. La presencia de la Unión Soviética obligaba a un acomodamiento entre poderosos y el horror legítimo a nuevas guerras imponía, esta vez a todos, restricciones insoslayables. En el plano nacional, los gobernantes y los partidos que aspiraban al poder debían conducirse con prudencia, cierto recato y observancia de límites precisamente porque debían rendir cuentas y nadie quería que una mala gestión propia enajenara un país a favor de otro bloque distinto. La competencia entre los sistemas capitalista y socialismo de Estado de la Guerra Fría como fue llamada entre nosotros pero también conocida como "Coexistencia Pacífica" por los soviéticos no era compatible con gobiernos ni gobernantes que pusieran en peligro las lealtades ni las adhesiones a uno de esos bloques. El mundo de los negocios, poderoso y pujante quedaba, a pesar de todo, subordinado al poder político.
Todo esto cambió brutalmente con el desmantelamiento de la Unión Soviética y del campo socialista. Desde entonces, dejó de caber la musculatura del adolescente en la camisa que traía desde tiempo atrás. El mundo de los negocios desbordó en pocos años las represas que antes le habían impedido asumir el control pleno del poder político y de sus instrumentos. A medida que empresarios y corporaciones se adueñaban del Estado Nacional durante la década de 1990 y siguiente, empezaron a demoler todas las restricciones que limitaban o de cualquier manera restringían la más rápida y libre expansión de los negocios. Los valores sociales, la ética empresarial y la glorificación del éxito produjeron a su vez una nueva cultura. El cambio más importante de esta transición fue el reemplazo, en la valoración social y la estima pública, de los intelectuales por los hombres de éxito. Con el cambio, se consagró también, inevitablemente, una nueva escala de valores. En el mundo de los negocios las ecuaciones y las exigencias de conducta no eran las mismas que en el mundo político tradicional. Un nuevo tipo de individuo fue incorporándose a la labor política cambiante y la sinergia entre ambos parió este nuevo mundo líquido en que vivimos.
Antes de que el orden y la legalidad internacional colapsaran, el Estado Nacional ya había sido penetrado y pervertido por nuevos protagonistas equipados con sistemas de valores y ecuaciones de poder diferentes a todo lo que antes se había conocido. Pero la novedad más notable de este proceso no estuvo en la creciente y acelerada tendencia a violar la ley y el Estado de Derecho de los nuevos protagonistas. Eso ya había ocurrido antes. Lo verdaderamente notable resultó hacerlo de manera cada vez más ostensible, sin disimulos, sin reproches con consecuencias, con descaro sin igual y desenfado. Todo ha ocurrido de esta manera por lo mismo ya dicho de la camisa.
La conducta, el poder y las apetencias de las fuerzas que ahora detentan el poder, no pueden ser contenidas por el marco legal de la postguerra aun vigente. Por lo mismo que el adolescente no puede dejar de crecer y desborda la camisa, la rompe o la echa al ropero, el orden internacional se quiebra, fractura y desaparece engullido por las fuerzas que devoran a su paso cualquier legalidad que las obstruya. Para proveer la justificación teórica de este nuevo orden que declara obsoleta la soberanía está el libro de Francis Fukuyama: State Building que sin sonrojo, por lo inmoral ni por la superficialidad de la argumentación, lo propone.
La resolución 1973, aprobada por el Consejo de Seguridad de la ONU en la primavera de 2011 a continuación de la número 1970, una resolución anterior adoptada en febrero, establece sanciones contra el régimen libio, ordena la zona de exclusión aérea, prohíbe explícitamente la ocupación de una pulgada del territorio libio por fuerzas extranjeras y declara solemnemente que la finalidad de dicha resolución es la de proteger civiles. En el lenguaje de Fukuyama podría haber sido otra la excusa, pero al final no importa. Lo importante es consignar que, ahora, las naciones poderosas tienen derecho a intervenir militarmente en los asuntos de otras cada vez que les convenga y tengan con que hacerlo.
Tres meses después de bombardeos que han matado tantos o más civiles de los que ya habían causado las tropas y milicias de Qhadafi, los jefes militares y políticos al frente de la ejecución de la resolución 1973, hablan abiertamente del derrocamiento del régimen y declaran al propio Qhadafi un blanco militar legítimo para ser asesinado. Pero, ¿de donde surgen semejantes declaraciones? De los hechos. Nadie las ha desmentido. Existe una nueva agenda que nunca fue conocida ni aprobada por la ONU y esta tampoco la desautoriza. Claro, que todos sabemos de lo que se trata, pero parece que no entendemos que la violación sistemática de nuestra propia legalidad, aunque nos puede dar una ventaja transitoria, a la larga nos hunde porque nos despoja de la fuente más importante de estabilidad del poder político: la legitimidad.
Incapaces de adquirir una camisa nueva con la cual vestir al adolescente le permitimos andar semidesnudo por las calles exhibiendo una musculatura que, como su misma juventud, es arrogante y que a no dudarlo, le llevará una vez más, a cometer un error tras otro.