“… Es por tanto, un secreto a voces, que la nuestra es una época en la que la política se retira. Observemos los numerosos payasos políticos que hoy en día adquieren mayor popularidad que cualquiera de los anticuados políticos del tipo burocrático o experto. Nos acercamos suavemente a una fase de la vida política en la que el principal rival de un partido político consolidado no será otro partido político de corte o ideología distinta, sino una organización no gubernamental influyente o un movimiento social”. (Zygmunt Bauman: Ceguera moral).

En un Estado democrático liberal el abuso de poder no puede ser atendible y ostensible, no puede producirse de una manera desigual tan jerarquizada y lo peor, tan fuera de la normativa que los mismos actores políticos prohijaron. Las relaciones de poder en gran medida de imposición se encauzan en la influencia oculta del dominio del sistema político. Es horroroso, execrable y abominable cuando se trata de ejercer fuera del marco regulatorio establecido. Expresa el abuso del poder una ausencia de confianza que estalla en la manipulación y extorsión desgarrante. Se aprovechan del poder legal para “revestirlo” de autoridad, obtener sus intereses, mayormente personales, particulares y/ o corporativos.

Cuando el abuso del poder desborda la base legal que lo sustenta estamos en presencia de un poder deslegitimado que eclipsa no solo la legitimidad, sino la crisis de representatividad de los actores que luchan en medio de una competencia electoral. El abuso del poder no da tregua ni a la decencia ni mucho menos a la equidad, a la libertad y a la competencia en condiciones de igualdad de oportunidades. No es dable, pues, frente al logro de “sus objetivos” pretender creer que en verdad representa a la mayoría en un momento determinado.

El abuso de poder conlleva un desplazamiento y un ejercicio de la autoridad destemplado y ruin, lo cual ahoga las relaciones de poder que soporta y en consecuencia, por más hegemonía que tenga determinado actor político, se derrumba. Toda representatividad o poder que se obtenga en medio de un abuso del poder refleja una crisis de legitimidad y se concretiza en una deleznable obtención usurpada.

Es una expoliación, una apropiación cuando en una lucha electoral no se da en función de competencia, fuera de las leyes y del dinero como principal fuente para lograr una ficción a la realidad. El dinero se convierte en el camino de la manipulación sin par y la construcción de creencias para influir en el imaginario de la gente y de la opinión pública. Una clara extorsión produce un evento determinado merced a utilizar el poder del Estado para diseñar el refuerzo de la cultura autoritaria, para la conformación de una estructura de apoyo basado en todo el tren burocrático del Estado para el alcance de un objetivo, que de lograrse sería totalmente espurio. Es una representatividad falsa, ilegitima, no auténtica porque no dimana de los cauces legales ni de la aprobación de un consenso ni mucho menos de una contemporización ética del poder.

En un Estado de derecho que se reditúa en la democracia, se ha de generar lo que acertadamente nos dice ese gran sociólogo llamado Manuel Castells en su libro Ruptura, a saber: “respecto de los derechos básicos de las personas y de los derechos políticos de los ciudadanos, incluidos las libertades de asociación, reunión y expresión, mediante el imperio de la ley protegida por los tribunales, separación de poderes entre ejecutivo, legislativo y judicial, elección libre, periódica y contrastada de quienes ocupan los cargos decisorios en cada uno de los poderes; sumisión del Estado, y todos sus aparatos, a quienes han recibido la delegación del poder los ciudadanos…”.

Hay un desprecio por el respeto a las leyes que los mismos actores políticos crearon. Ellos ni se sienten cómodos con el solo cumplimiento a la institucionalidad porque es precisamente su inobservancia que produce el abuso del poder en todas sus formas y dimensiones. Esto reporta la creencia de que una gran parte de los poderes fácticos y políticos no les interesa que la sociedad transite por el acatamiento cabal, pues en ese instante pasan a ser ciudadanos iguales y normales en los territorios públicos. De lo que se trata en un Estado de derecho, en gran medida, es “una exclusión de los poderes económicos o ideológicos en la conducción de los asuntos públicos mediante su influencia oculta en el sistema político” (Manuel Castells).

La crisis de legitimidad, que es la deslegitimación de la representatividad, en el caso del candidato Gonzalo Castillo se produce por: una estructura partidaria interna que se fragua en el abuso del poder, que viola de una manera indecorosa, indecente, cuasi escatológico, una sana competencia. La ausencia de competencia entraña, en sí misma, la pérdida del civismo y de la transparencia. En este caso vemos como pasan por arriba a la Ley de Función Pública 41-08 en su artículo 13, la Ley 33-18 de partidos políticos en su artículo 25, numerales 5 y 10 y su único párrafo.

La Ley 15-19 (Régimen Electoral) en su artículo 196, Párrafo 1, que dice así: No podrán utilizarse las instituciones u órganos del Estado para desde ellos promover candidatos o partidos a cargos de elección popular. El Párrafo III señala: Los funcionarios públicos que administran recursos del Estado no podrán prevalerse de su cargo, para desde él realizar campaña ni proselitismo a favor de un partido o candidato. Tampoco podrán hacer uso de las áreas físicas y espacios, así como los instrumentos, equipos, materiales y personal que pertenecen a la institución u órgano del Estado a la cual prestan su servicio”. Quebrantan, profanan la Constitución en sus artículos 138, 211 y 212, numeral 4. Los dos últimos enarbolan la necesidad de concurrir a elecciones que sean con entera libertad, transparencia, equidad y objetividad. La conculcación y vulneración de estos tramos normativos genera una descomunal, excesiva y bestial desigualdad en la competencia actual.

La cantera de dinero en esta precampaña es descomunal, desmedida, sencillamente, brutal, en favor de Gonzalo Castillo. Es como si la plutocracia, sin mantel ni el más mínimo protocolo y glamour, trataran de encadenar, sojuzgar, subyugar la sociedad. Allí donde el peso del primitivismo político se erige más allá de toda razonabilidad. Es el envilecimiento y degradación puesto en escena en una cantina de carbón y piedra, sin más lienzo que la desnudez pérfida y de una cantera de funcionarios fementidos y felón.

El presidente Medina el 22 de julio del presente año en un discurso a toda la nación esgrimió “Desde mi posición de Presidente de la República, llamo al liderazgo político que participará en el proceso electoral del 2020 a actuar con la máxima responsabilidad y transparencia para que avancemos en la consolidación de nuestras instituciones que los resultados electorales sean un fiel reflejo de la voluntad democrática del pueblo dominicano. Confío por tanto en que presenciaremos una campaña limpia, basada en propuestas y centrada en llevar bienestar a nuestra gente. Una campaña que inyecte sangre nueva a nuestra vida política y esté regida por el civismo y la sana competencia”.

En una democracia, la minoría es un supuesto legal y moral y se convierte como una carretera donde con sus elevados hay que subir, pero también bajar. La no internalización nos derrumba como sociedad por los efectos que generan la bipolaridad, los resentimientos y los vapores de la tiranía.