Cada vez que en cualquier región del planeta ocurre una catástrofe humana o natural me nace una duda instintiva: ¿habrá un dominicano entre sus víctimas? Y no es que la nacionalidad se imponga a la condición humana; es que los lazos entre paisanos están vigorosamente atados por profundas identidades.
Empujado por ese ímpetu, revisé la lista de víctimas de los recientes atentados en Barcelona y en otras zonas de Cataluña. Dentro de las treinta nacionalidades representadas en el nefasto balance, apareció, como era previsible, una dominicana. Por fortuna, esta vez no fue una víctima fatal. Estamos diseminados de poco en poco en los cinco continentes del planeta. Parece que en los 194 Estados del mundo alguien debe bailar bien la bachata.
Una vez llegué a la ciudad de Eilat, un puerto mediterráneo de Israel enclavado en la región sur del desierto de Néguev, justo en el único y limitado acceso que tiene esa nación al Mar Rojo. Tan pronto me dispuse a conocer la ciudad, al salir del hotel me tropecé con una dominicana de Loma de Cabrera, Dajabón. Créanme que las probabilidades de evocar ese pueblito en tal ocasión y lugar eran de una por cada trillón de pensamientos.
Si bien no somos uno de los países que aportan más nacionales a los 245 millones de emigrantes en el mundo (como India, México, Rusia y China) la proporción por cantidad de habitante es alta: cerca del 14 % de nuestra población ha emigrado. Lo más trágico es que tenemos una de las expectativas de éxodo más alta: seis de cada diez dominicanos estarían dispuestos a abandonar el país si pudieran. Con una premisa tan ruinosa luce caprichoso cualquier designio de nación.
Entre los atractivos que nos sitúan como el primer destino del Caribe se destacan las riquezas naturales, el clima, el carácter hospitalario del dominicano y sus costumbres tolerantes. Es cierto, somos cálidos, espontáneos y alegres, pero el mundo parece no querernos o al menos nos prefiere aquí, en “su” confinado paraíso caribeño, como piezas del paquete vacacional o cómplices de sus fugas libertinas. A la hora de reciprocar aparecen los prejuicios y nuestra condición es entonces desechada. Tenemos el peor pasaporte de Latinoamérica con exigencia del visado para 54 países (solo por encima de Haití) incluyendo a la nación vecina. ¡Qué paradoja! Nos desvivimos por agradar y no nos agradan.
Somos una cultura isleña probadamente xenófila; parodiamos nuestras incapacidades como rutina mientras señorea el credo taíno de que todo lo extranjero es mejor, siempre que venga con ojos azules y rizos rubios. Nos venden como patio ideal para el lavado; como “jurisdicción paraíso” sin controles ni instituciones operantes y con patrones de vida corruptos, libertinos e indulgentes, donde el dinero lo compra todo. El Ministerio de Turismo en la década de los noventa afianzó esa percepción con la leyenda más sincera de la marca país: “Aquí me siento libre”; claro, la primitiva libertad para tentar todo lo que una sociedad ordenada niega. Hoy, la República Dominicana es refugio anónimo de truhanes, fugitivos de la justicia internacional, mafiosos, subjúdices, narcotraficantes, lavadores de capitales y proxenetas; en cambio, sufrimos deportaciones masivas cada año como inmigrantes. Contamos con una frontera más porosa que la esponja y una nación vecina tatuada ominosamente en nuestro destino.
El dominicano no quiere marcharse; ama sus costumbres, sus cofradías, sus arraigos, sus pasiones y sus nostalgias. Aún lejos, evoca, siente y aspira el olor metálico de las cacerolas recién lavadas, el concón rociado con la crema de la habichuela roja, la canela que naufraga en el chocolate de la mañana, el café de greca, la habichuela con dulce y una Presidente ceniza. Sus pensamientos ruedan por los callejones del barrio, trepan sudorosos por la cadera de la mulata dejada, se esconden en los pliegues de la abuela, vagan en la intemperie con un mugroso realengo, aprietan la tripleta premiada y se trasnochan en un drink sobre el hombro de una amarga bachata.
A la hora de partir, al dominicano no lo inmuta ni persuade nadie. Siente como estafa toda promesa. Perdió fe en el futuro y confianza en el sistema. El discursillo del progreso le sabe a tayota y las ofertas electorales a cuentos de camino. Lo que sí ha visto crecer (en relación directamente proporcional a sus desgracias) son las fortunas rancias timbradas con los apellidos de siempre y otras no tan viejas forjadas en los escurrideros del poder; solo en esos feudos crece el PIB como la espuma de una fría. Sus dueños prometen cambios con la misma gente, hablan de futuro sin planes, de pactos sin compromisos, de ofertas sin presupuestos, de democracia sin participación, de ejemplos sin testimonios, de palabras sin hechos. Bajo la sombra de ese discurso progresista siete de cada diez dominicanos ganan por debajo de 15 mil pesos; medio millón de jóvenes ni estudia ni trabaja; casi un millón se mantiene con un dólar diario; solo el 29 % cuenta con una vivienda básica para vivir; mientras el Estado apenas invierte un 8,3 % del PIB en gasto social y la corrupción se lleva en sus uñas el 3 %. El deterioro de la institucionalidad se agrava, la corrupción carcome hasta el aire y los sueños se evaporan en la impunidad.
Invertir la existencia en una sociedad tan pobremente retributiva es un martirio, por eso cada día más compatriotas se van; prefieren vivir su dominicanidad lejos. A pesar de que les duele el desarraigo, aprenden con los años que a veces los apegos se acrisolan en la ausencia porque la cercanía desgasta; que en ocasiones hay que partir para medir o pesar lo que dejamos y que no hay una patria más inmensa que aquella que se añora desde lejos.