El pasado fin de semana la tormenta tropical Laura nos agarró, a casi todos, fuera de base o en buen dominicano, asando batatas.

Probablemente porque el huracán Isaías, el anterior que pasó por nuestra isla, pasó sin causar grandes daños o quizás porque a fin de cuentas nos hemos creído el cuento de que somos el país favorito de Dios, el pedacito de tierra bendecido y blindado por Dios.

Un apagón, al parecer general, me despertó a las 2 de la mañana del domingo y por los vientos y la lluvia me paré de la cama a asegurarme que los perros de la familia estuviesen bien resguardados.

El domingo lluvioso se convirtió en una añoranza constante por un sancocho. Me lamenté de no estar en casa de mis viejos donde se hizo un sancocho de habichuelas y de no tener la habilidad para cocinar un sancocho en forma.

Me lamenté por el hecho de que el domingo nublado, mojado y gris llamaba un traguito y que yo ni eso lo había hecho.

Bajo un apagón de más de 15 horas, empezaron las quejas y el refunfuñar en mis adentros y a veces, como los viejos, hasta en voz alta. Ya estaba agotada de pasarme el domingo, que se supone que llevaba pijamas, una colcha mullida, café en la cama y comer fuera de hora un almuerzo con mínimo esfuerzo. Estaba en cambio, dando paseos entre la casa, haciendo guardia para esperar la luz y cargando mi teléfono celular dentro del vehículo, sin esperanzas de ver la luz en todo el rato. Como cuando la mente se despoja de la sensatez en la que se supone que uno habita y el cuerpo se llena de egoísmo.

De repente caí en cuenta y vi que más que egoísta y malcriada, estaba siendo insensata y mal agradecida con la vida.

Un golpe de realidad me sacó de allí. Gente desplazada de sus hogares, en el mejor de los casos; familias en zonas muy vulnerables y empobrecidas que quedaron sin hogar; comunidades que quedaron atrapadas con puentes rotos y crecidas de ríos; y en la peor de las tragedias, gente que perdió su vida y familias destrozadas por la tristeza. Todo esto, frente a mi realidad privilegiada de quejas en Twitter y bajo un techo seco y seguro.

El sancocho, la energía eléctrica, el teléfono descargado y el aburrimiento porque no puedo ver una película en Netflix, me parecieron de repente una irreverencia y una desconsideración de mi parte convertirlos en queja.

El domingo desperté con un techo seguro, con mi familia y todos mis seres queridos resguardados y con la certeza de que por las cosas que me puedo quejar, están a fin de cuenta dadas por seguro.

Desaprender de la queja es un ejercicio humano que nos corresponde poner en marcha siempre, aunque nos cueste. Aunque la comodidad de la vida que nos toca vivir nos haga creer que poco tenemos. No hace falta salir de su casa y ver las realidades de los que en serio tienen mucho menos o tienen nada. Se trata de uno asumir lo que tiene con gratitud y valorar lo realmente importante en la vida.

Momento oportuno para ejercer la gratitud del alma y la solidaridad desprendida más allá de las lluvias de la temporada ciclónica, siempre. Menos quejas.