No importa que nos encontremos en una sociedad caracterizada por el síndrome del desamparo institucional. Hay, en nuestro imaginario, una seducción por el poder. No concierne la banalidad que ello encierra y la decadencia que lo contiene. La parafernalia que trae consigo cubre, todavía, el manto de la magia que “trasciende” las relaciones de poder y sus intereses. Todo el oropel de ayer, que configuraba la dictadura trujillista, se recrea haciendo del poder algo cuasi místico.

Un misticismo que desborda la figura del poder en algo más que un ser humano. La pantalla del poder convierte a una persona normal en algo extraordinario y comenzamos a ver en él o ella, en el escenario del poder, la interpretación de su mirada, de su silencio, de su caminar, de sus miedos, como algo cimentado en el cuerpo celestial de un divino. Lo más irrelevante y anodino es la certeza de una estrategia calculada para el “logro” de un objetivo.

Los cálculos fríos que destrozaron el pilar institucional son las fraguas “inteligentes” de una estrategia que escapa al marco normativo y a las eufunciones de la institucionalidad. Nada se cobija en esa dinámica del poder en los paraguas de la ética política. Mienten, manipulan, distorsionan, desinforman con la parsimonia del que no le importa sentirse descubierto después de alcanzar sus objetivos. ¡Después de ello, el discurso cambia sin mirar atrás ni asomo de remordimientos!

Hay una perfidia del poder que nos impide como país lograr metas y alcances sociales más halagüeños y significativos. Si no, qué explica que en el Informe de la CEPA, 2010-2015: Panorama social de América Latina, países como Uruguay, Perú, Chile, Brasil y Bolivia experimentaron reducciones de la pobreza del orden de: 14.9%, 9.8%, 9.1%, 7.9% y 6.3%, respectivamente; y la República Dominicana: 2.6%, cuando la economía dominicana creció con un promedio más alto que los 11 países evaluados. El desvarío es ostensible como lo es el divorcio entre las cifras y la realidad, como la pesadilla cruel de imponernos a través de los medios de comunicación el paraíso que no alcanzamos a ver ni mucho menos a dibujar en la materialidad.

Decía José Mujica en el libro “Una oveja negra al poder” de Andrés Danza y Ernesto Tulbovitz “Los hombres que piensan en forma independiente son los libres y los que imaginan más allá de los pensamientos son los que construyen el futuro…”. Son, diríamos nosotros, los que develan la sacramentalización del poder, la gordura del Estado y la falta del equilibrio del poder. En una sociedad donde el imperio de las leyes cobra cada día más su ausencia.

Los dominicanos hemos sacralizado al Estado y con ello a quienes lo han dirigido. Sacralizar es “Atribuir carácter sagrado a lo que no lo tiene”. Sacral, algo digno de veneración y respeto. La veneración y el respeto devienen como parte de un ejercicio de legitimización en las acciones y decisiones de los actores políticos, del ingrediente ético-moral que derivan de las mismas, del grado de pertinencia y priorización de los recursos para el conjunto de la sociedad.

No puede tener la más mínima legitimidad que un Presidente gaste RD$1,113 millones de pesos en dos meses, esto es, RD$556.5 millones en un mes, equivalente a RD$18.55 millones de pesos diario, en una propaganda que en el mayor de los casos no es para orientar, educar a la sociedad con respecto a algo, sino para resaltar en el efecto del síndrome de halo, lo realizado por el Gobierno en medio de una Campaña Electoral. ¡Cuanta falta de ética política y de institucionalidad! El Artículo 212 de la Constitución impide esa necedad. Un desatino que nos lleva a comprender por qué aquí no existe competencia electoral sino campañas electorales: sin equidad, sin libre acceso a los medios en igualdad de condiciones, sin transparencia y sin una verdadera libertad.

En un verdadero proceso de introspección de la ciudadanía para empoderarse de la vida social, lo primero que debemos de articular, antes de que “no nos junte el miedo”, es desacralizar el poder. Poner al poder político y sus actores en lo que deben ser: ciudadanos que se convierten en funcionarios para servir no para servirse y aprovecharse indebidamente. Seres humanos, no importa su jerarquía, que se van a morir, que tienen que dormir, descansar, comer. No son de otros planetas. No están revestidos de nada especial que no tenga el más común de los ciudadanos.

Decirle que constituye una aberración abominable que desde la Presidencia, de los RD$1,113 millones de pesos se gastaron directamente RD$841 millones, esto es, 300% más que en los dos primeros meses del año 2015. Esto es igual a RD$14 millones de pesos diario, como nos ilustra Participación Ciudadana en su fecundo Tercer Informe de Observación Electoral. De igual manera, es una conducta execrable, deplorable que desde esa alta instancia del Estado no se le haya comunicado a la sociedad formalmente, quién le pagaba al asesor del Presidente Joao Santana, cuánto se le pago, cómo se le pago. No hay matices, todo es oscuro. La opacidad reina con orgullo de serpiente. El asesor brasileño tenía dos empresas aquí. Se le ha pedido al Director de Impuestos Internos la realidad fiscal de las mismas y que sepamos, todavía, no hay información al respecto. Una olimpiada maestra en el desconocimiento a la matriz institucional y sí a la asunción del abuso de poder. Porque de eso se trata cuando no se suministran las informaciones a tiempo y veraz. Es colocarse por encima de las leyes y en un Estado Social Democrático de Derecho nadie, absolutamente nadie, debe estar por encima de las leyes y la Constitución.

Desacralizar el poder es propiciar una más expedita gobernanza efectiva, es construir certezas que muevan la rotación en el poder, sus expectativas y esperanzas. Es labrar la política como el espacio noble para aquellos que tienen sensibilidad social. Porque después de todo “La tarea prácticamente irresoluble consiste en no dejarse entortecer ni por el poder de los otros ni por la propia impotencia”. Desacralizar el poder es exigir la verdad y la transparencia de las acciones y decisiones de lo público. Es dejar atrás la instrumentalización del poder fetichizada en una carga profunda de felonía.