Ayer perdí las huellas que me ofrecía la soledad, mi encuentro con los árboles del bosque y las numerosas hojas que mi rostro, bañado de luz, transportaba en el viento lunar.
Un ángel que lloraba desnudo, en las primeras horas de la mañana, me hablaba de lo imposible que era el equilibrio perfecto. El ángel no quería palpar a la existencia; se le humedecían las manos agrupadas sobre el laberinto que el barro moldeaba; él estaba sordo a las voces. Los murmullos perturbaban su mirada. Se sentía sin la señal de la aprobación divina para arrojar de golpe a las huestes celestiales sus vestiduras doradas.
Su cuerpo no era de arcilla; su edad se sumergía en el misterio. No tenía legiones a su mando ni órdenes que ejecutar. Su nobleza estaba a la deriva. Se asombraba de sí mismo y de su serenidad perdida. No tenía vida vivida, ni orgullo ni vanidad, solo un pincel para recrear su reencuentro con la levedad del paisaje, su paso estéril con penas sobre la imaginaria exaltación de lo eterno.
Yo no podía huir de él, de su semblante de pasión exhausta, porque sentía que el frío lo agotaba en la espera; entonces pensé que el ángel padecía de una enfermedad; la enfermedad del desencanto, aquella que llega cuando la verdad la echan a un lado, y, los espasmos de la locura convierten en cristales todas las edades del vacío.
Yo no pude quedarme aguardando a ver qué hacía el ángel, porque también buscaba mi perenne refugio, una tarde tibia para no ir con mis penas hacia la oscuridad, y dejar al instante, al resplandor girar sobre el placer en la intensidad de la agonía de las horas.
Después que tuve comprensión de la infinita paciencia del ángel, crucé unas palabras con el silencio, deshilaché mis huellas y empecé a colgar las letras de mi nombre al lado de las raíces que extrañamente desnudaban sus heridas. Entonces regresé al bosque a mirar el ángel; él había pintado su rostro. Era un joven de tez fresca, de mirada despierta, cuyas manos estaban ungidas con una lluvia de estrellas.