Desde entrado el martes de la semana santa que recién termina, y de la que como cada año, se lleva a su paso un saldo incierto de víctimas mortales entre accidentes de tránsito, ahogamientos, intoxicaciones y riñas, he leído y escuchado todo tipo de quejas por parte de aquellos que no abandonan la ciudad.
Ya sea por el factor económico, que ya bien se sabe que esta fecha es temporada alta para los hoteles y vacacionales, y por ende aumentan el precio de la estadía. No es un secreto que asumir el gasto de unas vacaciones de tres a cuatro días, no es para cualquier bolsillo y si no se planifica, puede pasarle factura por unos meses largos, con una cuenta de banco o tarjeta de crédito resentida, sólo en nombre de unas vacaciones.
Otros por decisión personal de no acudir a los hoteles atiborrados en los que no cabe ni un alfiler o de otro modo, por evitar el alto riesgo que representa la carretera y el ambiente cargado de esos días entre el alcohol, los ánimos y para rematar este año, en pleno apogeo del afán proselitista.
Lo cierto es que ya sea por asuntos del bolsillo o por decisión personal, las quejas por no agotar esos días de sol en una villa o bajo frío en el encanto de las montañas, en un país que tenemos sol y buenas temperaturas todo el año, ese lamento parece venir de todos lados.
Como si quedarse en la ciudad fuera casi un castigo, como si el único momento para vacacionar se tratara de estos días en los que se lleva a cabo una celebración religiosa o como si el encanto de estos días no fuera el asueto, el descanso y la diversión, sino el eterno fanfarronear de donde estoy, con quien ando, que hago y mira cuánto me divierto. Como si la esencia de la vida fuera esa.
Hace años, cuando tomé el rumbo del periodismo y desde que inicié en la televisión, pocas veces me han tocado estos días libres y hasta la fecha quedarme en la ciudad, por la razón que sea, nunca ha sido motivo de quejas. Uno es capaz de buscarle la vuelta a la ciudad despejada y refugiarse entre actividades familiares y los amigos que también se quedan. De igual modo, se sabe disfrutar con prudencia cuando decidimos y el bolsillo nos permite tomar esos días de vacaciones. Un buen hábito que sin lugar a dudas lleva a la práctica aquello de arroparse hasta dónde la sábana alcance.
Un hábito que necesita a veces ser reforzado y aterrizarnos de buena fe en nuestras realidades y que obliga a poner en retrospectiva nuestra vida y las posibilidades de hoy y las de antes.
Por suerte, para eso está mi mamá, que dueña de una memoria brillante y una capacidad de aterrizar a la mente más aérea de todas, nos recuerda constantemente de dónde venimos, nuestros orígenes, nuestra realidad, nuestro pasado y la lucha a un alto costo que hemos librado como familia para poder disfrutar con gusto lo que a veces parece poco pero que en esencia es más de lo que soñamos.
A mitad de semana, mi mamá, de la manera más aleatoria y fortuita, trajo a la memoria de la familia el recuerdo de cómo eran las vacaciones nuestras cuando la situación económica no era la más alentadora y el esfuerzo que ellos, dentro de sus posibilidades, hacían para poder salir de la ciudad unos días de paseo para que disfrutáramos como familia. Felices, pero siempre dentro del margen de las posibilidades.
El recuerdo me llevó a la reflexión y a echar la mirada atrás unos años, que me hizo sentir tan dichosa de lo que he atesorado especialmente a nivel del espíritu y del alma y en un acto casi de fe hasta religiosa, agradecer por todo y tanto de lo que he logrado como ser humano. Y es que me hace sentir que, más allá de la Pascua, debo haberme portado demasiado bien con la vida para haber sido premiada con tanto.