La República Dominicana lleva tres años y diez meses en campaña electoral. En este tipo de práctica, somos un país con una experiencia bien sólida. Desde que al Presidente elegido se le coloca la banda presidencial, se inicia la nueva campaña electoral. Los partidos y sus patrocinadores no descansan un minuto. Esto mismo le pasa a diversos sectores de la sociedad; se activan de tal modo, que llegan a sentir nostalgia de las caravanas, los mítines, los bandereos; y hasta del arte de descalificarse y demonizarse entre sí que tienen los candidatos. Esto ocurre en reciprocidad, pues la decisión de desautorizarse es de todos los partidos. Para ello, realizan investigaciones especializadas que les permitan encontrar todo aquello que pueda disminuir a la persona que opta por el cargo de presidente, vicepresidente, senador o diputado. El día de las elecciones, se activan todas las fuerzas y se desarrolla la mayor creatividad posible para acusarse y contra acusarse si los resultados no son los esperados por los partidos con mayor cantidad de afiliados. Además, el día de las elecciones, generalmente, las emociones y los sentimientos se exacerban de tal modo que la energía verbal, física y militar cobra un brillo especial en la jornada electoral.
En estos años y meses de campaña electoral ampliada- puesto que la Ley Electoral presenta un marco temporal que explicita límites pero que no se cumplen en ninguna circunstancia-, la estrategia para incrementar los votantes a favor de los partidos se pasa de original, no por la dignidad de estas, sino por lo degradantes que son. La humanización de las personas se posterga y se pone énfasis en un comportamiento mesiánico que enajena. Las promesas de que transformarán todo se convierte en eje rector del discurso. Está claro que los partidos políticos imponen su regla y no respetan la Ley Electoral. Se evidencia, también, la poca o ninguna autoridad que tiene la Junta Central Electoral (JCE).
Ayer, 5 de julio, se celebraron las elecciones presidenciales y congresuales. Se espera que entremos en un período de más calma y de obligado respeto. Pero lo que ya urge es una acción que le permita a la nación avanzar especialmente en tres renglones que no esperan: salud, educación y economía. Estos tres campos no resisten más palabras, ni más simulaciones. No podemos continuar observando de forma impávida cómo se deteriora la salud de las personas, ahora más por los efectos de la pandemia que azota al mundo. Tampoco podemos seguir dándole la vuelta a la rotonda con la educación nacional; exhibiendo contradicciones que ralentizan decisiones, aprendizajes y el desarrollo integral de la sociedad dominicana. Mucho menos podemos jugarnos con la economía del país, drenada por el incremento de la deuda, la evasión fiscal, una baja producción; y la corrupción globalizada y sin fronteras.
Es necesario convertir el discurso en acción eficiente y eficaz, para que la República Dominicana no se estanque más de lo que está. Asimismo, para que los tres campos señalados respondan de forma coherente a las necesidades propias del sector y del país. La acción que la realidad demanda requiere la articulación orgánica del discurso y de la acción. Tiene que haber una relación estrecha entre todo lo que se ha dicho y lo que la situación requiere. El hecho de perorar en el vacío no tiene sentido ni resuelve.
Ya no es tolerable continuar reduciendo el carácter y el sentido de las palabras. Estas requieren mayor cuidado y atención. Llegó la hora de trabajar más, de hablar menos. Arribó el tiempo de garantizar la fecundidad de las palabras y que estas se demuestren en acciones efectivas a favor de la salud de las personas y de la sociedad; en una educación con mayor integralidad y menos instrumentalización política. De igual modo, es tiempo de que esta fecundidad se evidencie en una economía robusta y ética. La unión indisoluble entre discurso y acción a favor de una República Dominicana más desarrollada, más democrática e inclusiva es un imperativo.