En el último período de la segunda guerra púnica todas las miradas se dirigieron sobre Publio Escipión. El reconocimiento del pueblo romano exaltó de tal modo a  este héroe,  que su vida ha venido a ser en manos de la fama una leyenda poética. Así es que se complacieron en rodear su nacimiento de maravillas que hicieron de él una especie de divinidad. Él mismo hablaba con gravedad de su  origen celestial, y hacía creer a  sus soldados que se decidía en todo según consejo de los dioses. A la edad de veinte y dos años se atrevió a presentar la dignidad de edil. Como los tribunos le ponían objeciones acerca de su juventud: Tengo edad bastante, respondió con orgullo, si los romanos quieren elegirme. Después de las últimas derrotas de su padre y de su tío en España, se atrevió a pedir el mando de esa provincia, y fue elegido a pesar de no tener más de veinte y cuatro años.

“Carácter de Publio Escipión”  en HISTORIA ROMANA, escrita con arreglo a los programas de la Universidad de Francia por el Abate Drioux, Caballero de la Legión de Honor, Vicario General y Canónico Honorario de Langres, Doctor en Teología, Profesor que ha sido de Historia y de Retórica, Miembro de la Sociedad Literaria de la Universidad Católica de Lovaina. Nueva Edición, enteramente refundida. (Librería de la Vda. De Ch. Bouret. París, 23 rue Visconti),  1900: 447-448.

I. “La Tumba Torre de Los Escipiones”. Fotografía de Abigail Mejía, Tarragona 1914.

He leído con temblor que de la tragedia surge la epopeya, y del dolor de la muerte el admirable vuelo del héroe hacia la inmortalidad junto a los dioses del Olimpo… según han escrito los poetas  en sus versos fechos al italico modo.

La fotografía La Tumba Torre de Los Escipiones”  de la erudita intelectual dominicana Abigaíl Mejía (1895-1941) va a cumplir en este otoño 100 años. Hace cien años que esta inquietísima mujer recorrió las tierras de España, y que la melancolía como una danza de la muerte la hizo sentir moribunda, con dudas sobre cómo hacer posible que el ser humano conociera a la piedad y su cabeza  dejara la soberbia, las asechanzas del mal;  ese horrible esqueleto  que trae la ironía de las hazañas de las guerras.

Tarragona. Tumba Torre de  los Escipiones. Fotografía de Abigail Mejía, 1914.
Tarragona. Tumba Torre de los Escipiones. Fotografía de Abigail Mejía, 1914.

Hace más cien años que los cadáveres continúan cubriendo con su sangre los campos de Europa, que lo espectral  sigue yendo con escarnio sobre los inocentes, sobre  criaturas  que no desean el oro de los tronos ni un lugar santo a donde ir a enterrar a los suyos, a causa del infortunio. Al parecer, somos muertos vivos bajo las alas de los cuervos siniestros que desprenden las carnes del cuerpo y los huesos de las carnes; caemos, nos precipitamos en el espejo de lo mundano. El espejo adorador es nuestro traje mortuorio donde vivo-en-cuerpo tenemos el vestido del tiempo, el desaliento que trae el miedo, la caducidad de lo material, lo espantoso y repugnante de los gusanos pululando  cuando yacemos  desnudos en el sepulcro.

¿Qué queda  de honor después de una batalla? ¿Qué queda de  dignidad  después de la conjura irreversible de una guerra donde la vana gloria de lo humano no tiene blasones donde  las almas canten una elegía?

La edad de las guerras parece no tener término; no importa si el mundo es pagano, cristiano o tiene predilección por la fugaz viveza del instante; no importa si los predicadores de la vida eterna amenacen en  el infierno o en el cielo, si provocan a  las sombras con orgías espectrales sobre las ramas de los árboles del bosque al llegar la noche. La  historia es una rueda sin caducidad; no conoce época última para su fin, como tampoco ignora las fuerzas que trae la destrucción.

Cada día que nace desde el alba, trae el aliento  belicoso de los hombres. Han pasado cien años desde la Primera Guerra Mundial, y la pasión terrena no admira  las flores, sino los rugidos de las armas. Nadie quiere vigilar con temor a los gobernantes narcotizados por su enfermedad de “grandeza”, desquiciados  que se muestran ante los pueblos lanzándole una flecha a los corazones como demonios.

¿Qué es La Tumba Torre de Los Escipiones”?  Un monumento fúnebre, donde sentimos  esa blasfemia, esa ingratitud del ser a la naturaleza de lo creado por la virtud divina; el recuerdo de las noches frías cuando ante un cielo desafiante de fuego los cadáveres -de quienes nacieron- se guardan para la posteridad entre la  piedra, porque los soldados son esclavos de las ilusiones del héroe, de su espíritu militar sin indagar que esta sumisión los hace asesinos de sus iguales, y fija el destino final de todos.

Este sepulcro turriforme vestigio de las guerras púnicas en la Península Ibérica, en  Tarragona, iniciado circa del año 50 A. C., reveló una vez más a Abigail Mejía lo desolador que son los campos de batallas y las hazañas de aquellos a los que  los poetas de la antigüedad cantaron  conmovidos. La fotografía que ilustra este artículo tamaño 90x65mm se conservó en el Carnet fotográfico de Abigaíl de manera inadvertida, en un álbum de viaje, y permaneció intacta aún en el  ambiente adverso de la humedad  en el trópico y el fatídico huracán de 1930; sobrevivió a las postrimerías del enloquecedor siglo XX, para que podamos evocar con ella un lejano pasado, y, en fin, lo que procuraba dar a conocer Mejía: el arte romano. Aún se desconoce el nombre de su ejecutor;  sin embargo, es la tumba donde quizás  estén  los cadáveres de  los soldados romanos caídos, o bien   las sus cenizas de los que fueron confiados al dios Attis.

¿Cuántas veces recorrió Abigaíl con su cámara los vestigios de la civilización romana para hacerse testigo, en su ir y venir infatigable  como cronista,  de  la voluntad de aquellos que  pretenden ser recordados  por los siglos de los siglos junto a   la gloria militar de sus ejércitos conquistadores?

La fotografía  que presentamos de la tumba data del otoño de 1914, al igual que la del Acueducto Romano “Pont del Diable” (60x130mm). Abigail estuvo allí en Tarragona  para historiografiar visualmente la “razón de la sin razón” de las guerras, de los que al dejar caer los párpados sobre sus ojos fueron a encontrarse con los meandros que trae la generosa hospitalidad de la muerte, de aquellos que mueren  confiados, sin nunca sentirse vencidos  ni por mar ni por tierra, de que la acción de gracias es caer en combate, aun cuando en sus lápidas no encontremos aquel soneto de  Petrarca  titulado Trionfo della Morte.

II. Trionfo della Morte.

Principió por uno  golpe atrevido que le mereció la estimación y la confianza de todo el ejército. En lugar de perder sus fuerzas en multitud de combates parciales, salió de las orillas del Ebro sin decir adónde iba, y llegó bajo los muros de Cartagena, después de siete días de marcha. Predijo a sus soldados el día y la hora en que entraría en esa  ciudad poderosa, y no faltó a su palabra. Su bondad para con los vencidos le atrajo de tal manera el corazón de los españoles, que se postraron delante de él y lo saludaron en su  admiración con el título de rey. Después batió a los ejércitos que habían vencido y muerto a su padre y a su tío, y redujo las posesiones de los cartagineses en España a la sola ciudad de Cádiz. Después de todos esos triunfos volvió a Roma para pedir la dignidad de cónsul.

Publio Escipión “Sus hazañas en España”, Ibidem, p. 148

Abigail Mejía tuvo una muerte prematura; falleció el 15 de marzo de 1941. Contaba entonces con 46 años de edad; estaba  enferma, agotada de sus largas faenas. No se dedicó a la fotografía como un simple oficio de “curiosidad” femenina. Era una artista y una esteta de admirable ingenio, con un talento personalísimo; tenía el espíritu de las mujeres de su tiempo: la nobleza de alma y el interés por el conocimiento. En vida, quienes la conocieron afirman que, nunca pretendió celebridad ni mármoles ni ocupar un “lugar de honor” en la historia, aun cuando actuara en medio de las multitudes,  escuchando sus sonoros llantos ante las injusticias, suscitando emociones en la gente sencilla, dándole su mano amiga, porque ella que trabajó  a tiempo completo recorriendo los campos con la bandera blanca de la paz para que sus iguales alcanzaran la igualdad  intelectual  y cultural, y la capacidad civil para ser ciudadanas en un Estado de derecho.

Abigail, allende de la cotidianidad de los días y las noches,  sólo se abrazaba a su interior  y a la belleza de lo puro, y a dar amor a su  único hijo Abel. En su adolescencia y primera juventud  tuvo en Cataluña una estancia de hermosa primavera; desde entonces empezó a obsequiar a la humanidad su vida.  Su obra fotográfica  es, sin dudas,  la obra fundacional de la mirada de la mujer a través del lente.

En esta séptima entrega en Acento.com.do damos a conocer dos  fotografías que permanecieron inéditas en el  “carnet” fotográfico de Abigail Mejía, para que  los aficionados y  los artistas del lente contemporáneo aprecien el legado imperecedero de esta humanista.

Tarragona. Puente del acueducto Romano. Fotografía de Abigail Mejía, 1914.
Tarragona. Puente del acueducto Romano. Fotografía de Abigail Mejía, 1914.