La transición democrática que se produjo en la República Dominicana en 1978 inició la ola de aperturas políticas que se expandió por toda América Latina en la década de 1980. En el contexto regional, fue una transición discreta, porque, a diferencia de las otras transiciones latinoamericanas, la dominicana se produjo desde un gobierno civil autoritario, no militar (el de los 12 años de Joaquín Balaguer de 1966-1978).
A pesar de la escasa atención que recibió la transición dominicana de 1978 a nivel internacional, vale resaltar que la República Dominicana registra la democracia electoral más antigua de la última ola de aperturas en la región, y es de las pocas donde el sistema de partidos aún no ha colapsado totalmente. Este logro no es desdeñable en una región caracterizada por tantos vaivenes políticos. La democracia electoral dominicana se ha mantenido por 42 años en medio de limitaciones.
Su durabilidad es positiva, aunque muchos así no lo crean, porque la inestabilidad política extrema genera, con frecuencia, más pérdidas que ganancias.
No obstante, la democracia electoral dominicana enfrenta actualmente serios problemas y riesgos que derivan de tres fenómenos que han plagado históricamente la política dominicana: el caudillismo, el clientelismo y la corrupción.
La transición pactada por la clase política en 1978, sin firma ni ceremonia, puso un sello a la modalidad politica que ha caracterizado en las décadas subsiguientes las relaciones políticas: la corrupción e impunidad con algunas escaramuzas que prueben lo contrario, porque, al final, muchos villanos se convierten en víctimas en el debate mediático.
Hasta el año 2000, la democracia electoral dominicana descansó en un sistema de partidos estable, con un fuerte liderazgo, forjado en torno a sus tres líderes históricos (Balaguer, Bosch y Peña Gómez). Primero, el sistema operó como bipartidista, luego, en la década de 1990, como tripartidista, y ya en el Siglo 21, con un partido dominante (el PLD hasta las elecciones de 2020).
A diferencia del pasado, cuando la corrupción y el clientelismo selectivo eran suficientes para gobernar (así lo hizo Balaguer), en las últimas dos décadas ha habido mayores demandas de redistribución de recursos a diversos sectores. De ahí que el Estado Dominicano, siempre corrupto y clientelar, haya devenido también en asistencial.
En la actualidad, el sistema de partidos ha entrado en una fase crítica de declive con el colapso electoral del PRSC y del PRD, el desgaste y división del PLD desde el poder, y la escasa articulación del PRM como organización partidaria ahora en el poder.
Las encuestas de cultura política realizadas en los últimos años muestran una caída significativa en los niveles de simpatía partidaria y de confianza de la ciudadanía en las instituciones públicas y los partidos políticos. Agregado ahora que en las elecciones de 2020 se registró una participación electoral mucho menor que en años anteriores. Queda pendiente saber si fue producto exclusivamente de la pandemia, o si refleja la desidentificación de la ciudadanía con los partidos.
Hoy, el adelgazamiento del sistema partidario presenta serios retos al sistema político dominicano. No hay una crisis sistémica, pero hay elementos claves para producirla: a la debilidad actual del sistema de partidos se une la crisis sanitaria y económica que restringe la actividad productiva, y, por tanto, las posibilidades de bienestar de la población.
Los partidos políticos dominicanos, grandes y pequeños, son feudos clientelares que se nutren de recursos públicos, y la lucha intra- e inter-partidaria refleja la competencia entre grupos políticos y económicos por el control y manejo de esos recursos. No hay siquiera matices ideológicos.