En mis días de becario en Bohemia, durante los años noventa, recuerdo haberme topado en la calle con un grafiti nihilista: “The answer to life is no” (“A la vida se le responde que no”). Alguien lo había rociado con aerosol en una de las paredes de la vieja Praga. El texto visual me impactó por lo simple y contundente: llamaba a negar la vida misma.

Muchos años después, reintegrado a este cotidiano absurdo insular (y ahora pandémico), se me ocurre que ese grafiti praguense habría que reescribirlo en las calles de Santo Domingo para que rece: “The answer to power is no” (“Al poder se le responde que no”).

El poder es el gran fetiche de la sociedad dominicana. El poder es el ídolo supremo ante cuyo altar se inclinan reverentes y sumisos intelectuales y artistas, escritores y poetas, profesionales y académicos. El poder es el gran narcótico, la verdadera droga, la peor de todas. La idolatría del poder merece un capítulo especial en la historia de la cultura dominicana.

El intelectual insular no se atreve a ser crítico ni a cuestionar el poder. No se atreve a pronunciar una palabra esencial, rebelde y luminosa. No se atreve a decir, por ejemplo, que el estado de emergencia nacional -impuesto ya cinco veces consecutivas- sólo favorece a los inquilinos del Palacio Nacional. Porque bien se sabe que no favorece a nadie más que al partido de gobierno y a su candidato oficial. Y porque, además, es demasiado obvio que, en desigualdad de condiciones, ese estado excepcional sólo sirve para un ejercicio taimado del partido oficial que explota las necesidades y carencias de la gente más pobre en nombre de la “ayuda social”.

No se puede gobernar con inocencia, ni se puede ser inocente desde los privilegios del poder. Buena parte de los intelectuales y artistas dominicanos, convertidos en burócratas y gestores culturales –en empleados de la nómina del Estado- apoyan a una clase política corrupta, ilegítimamente enriquecida, cada vez más encerrada en sí misma, que sólo habla y trata entre sí, totalmente ajena a los intereses y las necesidades de sus ciudadanos. Cuando no lo defiende en público, el sector cultural y artístico empleado del poder oficial calla y encubre la corrupción y la perversión de ese poder al que sirve y del que se beneficia.

No hay valores ni ideales superiores, no hay ideas nobles, no hay convicciones sinceras que sustenten su conducta moral. No hay convicción sino conveniencia. La nuestra es una burocracia cultural parasitaria y envilecida, siempre sumisa al poder de turno, pendiente solo a favores y servicios, a los beneficios y privilegios que resultan de sus cargos, a los buenos salarios devengados, a los sueldos de lujo, una burocracia completamente inútil para la que el arte y la cultura son sólo barniz y trampolín para trepar y escalar, indolente, servil por vocación, incapaz de generar políticas culturales verdaderamente transformadoras.

¿Cómo se puede ser tan deshonesto y descarado para declarar públicamente que un candidato con serios problemas cognitivos “es el candidato con mayor visión, disposición y decisión para asumir las acciones que se requieren en términos de política cultural para el desarrollo integral de la nación”? En este país la política cultural es un simulacro del Estado: siempre ha estado determinada por la cultura política, medularmente clientelar y rentista. Las diversas gestiones del Ministerio de Cultura (3 titulares en 8 años), igualmente inútiles e ineficaces, han desvirtuado y degradado la cultura o bien a mero espectáculo, o bien a ornamento, decorado estético, artículo de lujo para deleite de unos pocos. Las políticas culturales han sido subordinadas a las veleidades del poder político. Por eso, la mayor defección hacia el arte y la cultura no proviene de la clase política gobernante, sino de ese bochornoso sector cultural y artístico que se le ofrece en bandeja, que le sirve y le apoya servilmente.

Hay que apostar por otro modelo de trabajo cultural: nuevo, distinto, alternativo, capaz de empoderar a la juventud creadora y de erradicar la cultura política clientelar y rentista. Hay que apostar por un modelo de acción cultural inclusivo, dinámico y transformativo, por una nueva praxis dirigida al sujeto social para transformar los espacios artísticos y culturales en verdaderos espacios de goce, experiencia y conocimiento para la ciudadanía. Hay que apostar, en fin, por un verdadero empoderamiento cultural capaz de crear un nuevo sujeto y una nueva cultura ciudadana en la República Dominicana. Pero para ello es forzoso romper con las viejas y perversas prácticas políticas.

El palestino Edward Said acuñó una frase que se ha hecho célebre: “Speak truth to power” (“Decirle la verdad al poder”). No conozco otro modo digno posible de tratar con el poder. Al poder se le habla claro, se le dice la verdad y se le responde que no.