Estados Unidos atraviesa por un período convulso. Tanto en lo político, lo social y lo económico. Para nadie es un secreto que la Gran Sociedad oscila hoy en la partitura pendular de su historia. Viejos resabios, rencores y odios –en parte, superados– fomentan la división y la polarización de nuevo cuño propulsado por los estereotipos, la intolerancia y la desconfianza que sus enemigos traducen en la fábula eterna de la reparación y el racismo sistémico.
¿Por qué los titulares noticiosos recientes en la gran nación son de caos, violencia, toque de queda, incendios, protestas, destrucción, desigualdad, reparación, ajuste de cuentas y énfasis en atribuir al sistema o “establishment” muchas de las deficiencias que atañen mayormente al carácter pernicioso de la naturaleza humana?
El espacio y el tiempo para explicar las posibles razones de fondo son muy limitados. Pero vamos por parte. Hay que retrotraer, refrescar algo de la historia previa al bipartidismo, que dieron origen y nacimiento a este gran y noble experimento social bautizado como Estados Unidos de América, el crisol de razas, “E Pluribus Unum”; es decir del latín, de muchos, uno.
El partido Demócrata es hijo putativo del partido Republicano. Thomas Jefferson, el liberal por excelencia y masón por convicción, jamás imaginó que sus ideales políticos serían secuestrados por un ala radical intransigente 245 años después de la independencia, amenazando los cimientos mismos que han sostenido la República federada desde sus inicios.
Incluso, los padres de la patria, George Washington, John Adams, Benjamín Franklin, Richard Henry Lee, Roger Sherman, y otros reunidos en Filadelfia, vislumbraron una nación próspera, unida, libre del carácter unipersonal de la monarquía o el peligro tentador de la dictadura. Donde la dignidad del individuo, su naturaleza y carácter, sean atributos otorgado por el Creador, no por un gobierno de paso.
El mismo Andrew Jackson, fundador del partido Demócrata, entonces conservador, fue una polémica figura política que desafió el liderazgo tradicional de 1824 dentro del viejo partido Republicano entonces progresista, desatando una crisis derivada por diferencias ideológicas en torno al concepto de la federación, los primero; y la abolición de la esclavitud, los segundo.
Las tensiones propias del quehacer político y la evolución de los acontecimientos, que culminaron con la guerra de secesión o guerra civil de 1861 a 1865, llevaron a cuatro años de intensos combates entre los estados del Norte (Republicanos), y los del Sur (Demócratas), con un saldo de entre 260-mil y 750-mil víctimas, según los historiadores.
El sangriento conflicto civil, dadas las demandas de privilegios de los secesionistas demócratas del Sur, entre ellos preservar el sistema de esclavos en sus plantaciones, no resolvió en su totalidad el objetivo medular y progresista del entonces presidente republicano Abraham Lincoln: la abolición total y absoluta de la esclavitud de los negros en toda la joven nación.
Pasados 155 años después de esa gesta, la izquierda radical que controla hoy la agenda del partido Demócrata –unido a un ejército de académicos que ha fomentado una revolución cultural anti sistema en aulas y calles— han trastocado la historia y las reivindicaciones vigentes ignoradas por miles de jóvenes protestantes con mochilas al hombro y el puño en alto.
Parte de ello es el patrón demócrata de tildar de racista a los republicanos. En su historia vergonzosa, ese mismo partido Demócrata que hoy se proclama progresista fue el que defendió la esclavitud, la segregación racial, al Ku Klux Klan para perseguir a los negros y a los conservadores; la segregación en ghetto de los negros, la agenda anti policía, el racismo institucionalizado, ideología de género, abortos, fronteras abiertas, guerras extranjeras y un largo etcétera entre la libertad y el libertinaje.
A esa “revolución desde dentro” en el siglo XXI, se han unido furibundos elementos anarquistas y "progresistas”, vándalos variopintos, entre ellos grupos ultra radicales como Black Lives Matter, recibidos por Obama en la Casa Blanca; Antifaz, Move On; copias al carbón de los años 60 con organizaciones como The Black Panthers, y otras similares de odio, violencia, sedición y rechazo al establishment, contrarias al espíritu incluyente e innovador de la nación.
Su objetivo esencial es el mismo de Rebelión en La Granja, del escritor británico George Orwell, publicada en 1945, sobre el totalitarismo y la distopía. Ese no es el Estados Unidos que anhelan los ciudadanos que apoyan la ley y el orden. La realidad es que reparar lo que ocurrió hace 155 años después resulta imposible por la vía violenta, y menos por hechos circunstanciales o la toma de seis cuadras “libres de América.” Ese no es el camino. Lo sabe Adriano Espaillat y lo sabe Tom Pérez.
La distorsión colosal de la narrativa histórica es de tal magnitud hoy que para algunos radicales socialistas en EE.UU. es un pecado de lesa humanidad ser conservador. A cualquiera se le imputa o tilda de ser racista. Nadie está libre de sospechas. Hoy todos somos racistas. Algo difícil de imaginar y de comprobar. Y de hecho no se salvan en esta oleada convulsa las estatuas y fotos de Lincoln, Jackson, Colón, etc., como en las dictaduras. Algunos lo describen como revisionismo exacerbado y racismo revertido en una nación donde todos son iguales ante la ley.
Ocho años de Bill Clinton. Ocho años de George Bush. Ocho años de Barack Obama no pasaron en vano para la izquierda en la Academia y en Hollywood. Hace falta releer La cabaña del tío Tom o Lo que el viento se llevó. La historia de Aunt Jemima como es: con errores y aciertos. Hace falta que los demócratas y sus primos anarquistas acepten su historia con humildad. Aprender las lecciones del pasado para no incurrir en los mismos absurdos. Y menos, pretender decapitar la historia de un tajo por motivos ideológicos y pobre fanatismo de colores…