Es algo casi endémico que en nuestro país tanto las autoridades como buena parte de la sociedad volteen la cara para no enfrentar problemas, como si por hacerlo los mismos fueran a solucionarse o a no seguir creciendo.
Si a esto le agregamos la cultura caudillista que hace que la gente entienda que la solución a cada problema nacional o personal depende del presidente de la República, la situación todavía es peor, pues nada se resuelve hasta que no llegue al Palacio Nacional.
El país tiene más de 10 meses enfrascado en la discusión del tema migratorio, que naturalmente tuvo que ser resuelto por el presidente erigido en redentor ante la comunidad internacional y al parecer seguirá estándolo por mucho tiempo más, porque todavía hay muchos que entienden que la solución a la migración haitiana es desconocer derechos de personas, porque quieren que trabajen aquí por menor salario pero que no tengan derecho a ser residentes legales o a tener la nacionalidad si les corresponde, porque son quienes son, pues si fueran exitosos o millonarios los reivindicaríamos como nacionales como hemos hecho con artistas, deportistas y escritores famosos.
Los problemas cual jinetes del apocalipsis siguen su paso y tarde o temprano tendremos que enfrentarlos:
el monto de la deuda del gobierno, tanto externa como interna que no cesa de crecer y que por la trampa en que hemos caído de financiar presupuesto con endeudamiento parece que seguirá creciendo;
la deuda cuasifiscal que en vez de ser asumida por el Ministerio de Hacienda sigue en el Banco Central ocasionando grandes distorsiones;
el déficit del sector eléctrico por la falta de cobro de la energía vendida y la magnitud del subsidio;
la frágil estabilidad del Sistema de Seguridad Social amenazada por la falta de voluntad política para implementar el nivel de atención primaria como puerta de acceso al sistema de salud y corrigiendo miles de distorsiones en sus tres seguros a través de una regulación responsable;
los bajos niveles de competitividad país que tenemos por la falta de una visión integral de Estado que empuje hacia una misma dirección el tren productivo para beneficio de todos;
un aparato estatal cada vez más costoso, burocrático e ineficiente, que no solo duplica funciones sino que desgasta a actores económicos y ciudadanos en una “permisología” orientada más a dificultar y recaudar que a realmente regular o supervisar;
unos servicios públicos deficientes que no están siquiera en capacidad de resolver los problemas ordinarios y carecen de todo tipo de soluciones para atender las urgencias y el mediano plazo.
Si todo esto es así, cabe preguntarse por qué no ha sido posible producir al menos algunos cambios. La respuesta obligada es admitir que la forma de hacer política en nuestro país no lo ha permitido porque el precio de gobernar se paga alto y nunca se acaba de pagar, ya que lamentablemente nuestros gobernantes abierta o discretamente siempre anhelan volver al poder y trabajan para ello.
Mientras, seguiremos ocultando los problemas como basura debajo de la alfombra hasta que nos desborden, como si apostáramos siempre a que algún prodigio nos salvará una y otra vez o no nos importaran las terribles consecuencias.