Después de muchos años de omisión, reverdece la “patria”, una imagen olvidada que ahora brota con nuevos apodos. A pesar de las torcidas interpretaciones, la patria es  un sentido instintivo de pertenencia a las raíces de la identidad; un latido nostálgico que nos inquieta y convoca al suelo natural. Pero, créanme que lo menos que quiero es cabalgar sobre teorías escabrosas que estropeen inútilmente mis neuronas. Ese ejercicio lo cedo gustosamente a los academicistas, esos que en nuestro patio crecen como las malezas. Ellos pueden debatir conceptos ilustrados; yo me rindo al sentimiento. Desde ese ángulo, la patria, más que noción jurídica, es afecto, arraigo espiritual, devoción por la tierra y su gente. Un concepto que no se explica… se siente.

Estamos viviendo los momentos gloriosos de un excéntrico patriotismo. La bandera ha sido rescatada de su polvoriento abandono. Los patricios recuperaron los fervores del pasado y la nación se divide en leales y traidores. Las redes sociales son campos de batalla donde se pelea con ofensas, maledicencias y bloqueos. Las consignas patrióticas son histéricas y los delirios ceden ante los cruzados de la soberanía, quienes prometen defenderla sin saber de qué ni cómo. En la confusión de la euforia afloran oportunismos de toda marca; ya ha despuntado una docena de tempranas aspiraciones alzadas por las aclamaciones de ese patriotismo febril. 

Patria es más que bandera, pasado, arrebato o consigna. Es conciencia responsable de ciudadanía. No puede defenderla quien no la respeta. José Martí decía: La patria no es de nadie: y si es de alguien, será de quien la sirva con mayor desprendimiento e inteligencia. Más que gladiadores y centinelas, la patria reclama mejores ciudadanos. José Ingenieros apuntaba: Cuando las miserias morales asolan a un país, la culpa es de todos los que por falta de cultura y de ideal no han sabido amarlo como patria: de todos los que vivieron de ella sin trabajar para ella. Ser patriota no es empapelarse con los emblemas patrios, ni levantar altares de devociones trinitarias: es considerar como propia la dignidad de nuestros hermanos, asumir responsablemente los retos de nuestro futuro y honrar el supremo deber que nos impone la alta condición de ciudadanos. La patria, en naciones sin corazón, no es latido, es proclama sorda o tal vez, como la describía Benedetti, una simple urgencia de decir nosotros…

Creo y milito en el patriotismo responsable, el que defiende la determinación del país a defender su soberanía, a controlar su frontera, a definir su política migratoria sin injerencias, a ejercer su derecho de existencia propia en la comunidad internacional, a deportar con dignidad a todo extranjero ilegal, a promover una política de desarrollo fronterizo que sirva de contención a una inmigración insostenible para el país, pero creo también en el patriotismo que no hace tratos con la corrupción sin castigo, que no calla ni se acomoda al robo público, que no se esconde detrás de la bandera cuando se le llama a dar cuentas. Creo que nuestra mayor amenaza está dentro, y lo peor: que todos la conocemos. Es un crimen de lesa patria quedarse indiferente. El ilegal a su tierra, sí, pero el corrupto ¡a la cárcel!

Me confieso apóstata de ese patriotismo fermentado en los oportunismos políticos para hipnotizar mentes quebradizas. No comulgo con sus causas, tampoco celebro el fanatismo brutal que lo anida y anima, mucho menos el odio que, a falta de propuesta, usa como bandera de expresión. Antes que patriota soy humano, porque como decía José Martí patria es humanidad. Mi devoción por la patria no se cobija en el odio ni se excusa en la piel.

Ningún político o empresario corrupto puede darme lecciones de patriotismo. Es muy fácil redimirse con un tema convocante. Duarte, el dominicano más preclaro, dijo de la demagogia: Nada hacemos con estar excitando al pueblo y conformarnos con esa disposición, sin hacerla servir para un fin positivo, práctico y trascendental. Tampoco defiendo la “patria” fabricada por ellos: una facha hecha a la justa talla de sus ambiciones, ni me siento parte de esa patria rendida a su poder, que trata como héroes a sus ladrones, como alumbrados a sus demagogos y como redentores a sus timadores.

Uno cree que muere por la patria y muere por los industriales, decía Anatole France, refiriéndose a quienes en su tiempo eran dueños de las decisiones. Esa patria no ha cambiado, sigue siendo más pequeña que sus amos: aquí son contados y tienen apellidos escasos. ¿Cómo se le puede decir a un hombre que tiene una patria cuando no tiene derecho a una pulgada de su suelo? proclamaba Henry George. Eso mismo pueden decir de esa “patria”, los seis de cada diez dominicanos que según las últimas encuestas quieren dejar el país si tuvieran la mínima oportunidad.  Los mismos que, huérfanos de espacios, sienten que la sociedad y el Estado no les retribuyen razonablemente los esfuerzos que hacen para prepararse o trabajar. Los que buscan nuevos umbrales en el extranjero conscientes de que las oportunidades de realización en este medio son tan escasas como indecorosas. Cada año se gradúan miles de jóvenes que guardan sus títulos por falta de plazas. A otros, la inseguridad y el deterioro de la convivencia colectiva los acosa. No muy pocos han caído en depresiones por esta crisis de esperanza.

Hay que comenzar desde adentro la historia por hacer; los enemigos duermen con nosotros: impunes y soberbios, redimiendo sus culpas en el altar de Duarte.  Mientras los devotos de su patriotismo hacen vigilia en la frontera del decoro, ellos desvalijan los tesoros públicos, tuercen el brazo de la Justicia y compran a precio vil la dignidad de los excluidos. No hacen patria, viven de ella. Esa no es mi patria.