El 15 de agosto del pasado año en ocasión de dos episodios de violencia policial escribí en esta columna, nuevamente, sobre la necesidad de una reforma policial de gran calado aprovechando el nuevo ciclo político que estamos viviendo. Me permito aquí reproducir parcialmente este artículo por su pertinencia y por el recordatorio de otros casos que igualmente causaron mucha indignación en la ciudadanía a propósito de lo ocurrido en estas semanas:

El primer episodio tiene que ver con el secuestro de una mujer y su hijo en Cotuí y la muerte del secuestrador en manos de la policía. Según los hechos narrados en las noticias, el secuestrador después de que se le concedieron varias peticiones, entre ellas la presencia de un sacerdote, no quería ceder, es decir, no quería dejar de poner en peligro la vida de la señora y su hijo ni tampoco entregarse y por tanto, en la palabras de su victimario: “hubo que actuar”. 

Sé bien que se trata de un hecho horrendo por el que nadie quisiera pasar y sé también que en alguna medida habría que estar en la situación para constatar las reacciones con relación este caso. Sin embargo, la actuación de este policía no es para celebrar; sino que es más bien perturbadora en tanto que no sirve para enviar un mensaje preventivo sino para agravar futuras situaciones parecidas. 

El agente encubierto, que sería la figura utilizada por el policía, no resulta ser la técnica idónea en estos casos cuando el desenlace termina con la muerte del secuestrador. Debemos entender que las actuaciones de la policía no son en el vacío y que estás tienen un efecto comunicacional hacia todas las personas. Cada acto de la policía, por más particular y especial que sea, implica un mensaje que todas las personas inmediatamente captan e interpretan para actuar en consecuencia. Solo pensemos en que el engaño hecho por el policía al secuestrador impedirá en el futuro la confianza que se necesita en un proceso de negociación con otro secuestrador y, por tanto, agravará cualquier hecho parecido al ocurrido en perjuicio del rehén. 

Por igual, de los videos que hay en las redes no me consta si el uso de la fuerza fue proporcionado a la amenaza que se quería neutralizar. Este es de los temas principales que debe llamar la atención de este y otros casos de la Policía Nacional: la proporcionalidad del uso de la fuerza. En el caso del secuestrador de Cotuí, se requiere, al menos, una investigación del Ministerio Público, que permita determinar si el “hubo que actuar” fue la opción proporcional y si no se podía neutralizar sin tener que matar al individuo. 

Esto último nos lleva al segundo episodio que es todavía más trágico y perturbador: la tortura y actos de barbarie en contra de una persona por varios policías en Azua. No se puede designar de otra manera a lo que le hicieron a esta persona esos agentes, lo cual todos sabemos que es el día a día antes de llegar a los destacamentos. 

Las golpizas de la Policía Nacional a quienes se le imputan hechos punibles no son aleccionadoras ni tampoco sirven para construir autoridad. Todo lo contrario. Este tipo de práctica, propia del ADN trujillista que llevan los cuerpos castrenses del país, es contraria al orden constitucional y, por demás, no ayudan a ganar la confianza de la gente ni tampoco con la prevención del delito.”

A estos episodios funestos le sumamos la cherry de los últimos años y que nuevamente nos recuerda que la cotidianidad en el país es el sálvese quien pueda porque la policía evidentemente no es de fiar, me refiero al asesinato de la pareja de esposos que circulaban en Villa Altagracia en su vehículo y fueron fríamente acribllados por miembros de la Policía Nacional.

A raíz de este terrible y muy lamentable hecho, la sociedad realmente espera dos asuntos puntuales: 1.-Investigación profunda de los hechos ocurridos y su eventual sanción penal y disciplinaria; y 2.-La transformación definitiva de la Policía Nacional. Este caso es una oportunidad de oro que tiene el gobierno del presidente Abinader para impulsar la disolución de la actual institución policial y crear una Policía Nacional moderna, respetuosa y defensora de los derechos fundamentales, así como también preparada para seguir los dictados de la investigación y persecución del delito que trace el Ministerio Público, como dispone el Código Procesal Penal y la Constitución.

La conformación de una comisión de notables y expertos no es algo novedoso, sé de la voluntad y la capacidad técnica de muchos de los designados, y ojalá sus recomendaciones sean acogidas por el gobierno y llevadas a la práctica. Espero que se terminen los discursos y las sugerencias, que sea ya la última comisión y que se inicie el verdadero cambio en la Policía Nacional para el fortalecimiento de nuestra institucionalidad democrática.