En estos días de altas expectativas de cambio, dos episodios policíacos nos invitan otra vez a reflexionar sobre esta institución, el ejercicio de la fuerza y su rol en el marco del Estado Social y Democrático de Derecho. Ambos episodios están siendo defendidos en su mayoría por quienes no comprenden la posibilidad de una policía en que la fuerza y la violencia sea la última opción ni de una policía que a través de otras técnicas pueda lograr lo que la actual con su brutalidad y arbitrariedad no ha logrado: confianza ciudadana y prevención efectiva del delito.

El primer episodio tiene que ver con el secuestro de una mujer y su hijo en Cotuí y la muerte del secuestrador en manos de la policía. Según los hechos narrados en las noticias, el secuestrador después de que se le concedieron varias peticiones, entre ellas la presencia de un sacerdote, no quería ceder, es decir, no quería dejar de poner en peligro la vida de la señora y su hijo ni tampoco entregarse y por tanto, en la palabras de su victimario: “hubo que actuar”.

Sé bien que se trata de un hecho horrendo por el que nadie quisiera pasar y sé también que en alguna medida habría que estar en la situación para constatar las reacciones con relación este caso. Sin embargo, la actuación de este policía no es para celebrar; sino que es más bien perturbadora en tanto que no sirve para enviar un mensaje preventivo sino para agravar futuras situaciones parecidas.

El agente encubierto, que sería la figura utilizada por el policía, no resulta ser la técnica idónea en estos casos cuando el desenlace termina con la muerte del secuestrador. Debemos entender que las actuaciones de la policía no son en el vacío y que estás tienen un efecto comunicacional hacia todas las personas. Cada acto de la policía, por más particular y especial que sea, implica un mensaje que todas las personas inmediatamente captan e interpretan para actuar en consecuencia. Solo pensemos en que el engaño hecho por el policía al secuestrador impedirá en el futuro la confianza que se necesita en un proceso de negociación con otro secuestrador y, por tanto, agravará cualquier hecho parecido al ocurrido en perjuicio del rehén.

Por igual, de los videos que hay en las redes no me consta si el uso de la fuerza fue proporcionado a la amenaza que se quería neutralizar. Este es de los temas principales que debe llamar la atención de este y otros casos de la Policía Nacional: la proporcionalidad del uso de la fuerza. En el caso del secuestrador de Cotuí, se requiere, al menos, una investigación del Ministerio Público, que permita determinar si el “hubo que actuar” fue la opción proporcional y si no se podía neutralizar sin tener que matar al individuo.

Esto último nos lleva al segundo episodio que es todavía más trágico y perturbador: la tortura y actos de barbarie en contra de una persona por varios policías en Azua. No se puede designar de otra manera a lo que le hicieron a esta persona esos agentes, lo cual todos sabemos que es el día a día antes de llegar a los destacamentos.

Las golpizas de la Policía Nacional a quienes se le imputan hechos punibles no son aleccionadoras ni tampoco sirven para construir autoridad. Todo lo contrario. Este tipo de práctica, propia del ADN trujillista que llevan los cuerpos castrenses del país, es contraria al orden constitucional y, por demás, no ayudan a ganar la confianza de la gente ni tampoco con la prevención del delito.

Es decir, esas actuaciones de la Policía Nacional son simplemente violentas, arbitrarias, salvajes, brutales y definitivamente estúpidas. No construyen nada, no contribuyen a los objetivos de seguridad ciudadana de protección a la integridad de las personas, sus derechos y pertenencias, como quiere el artículo 13 de la ley núm. 590-16, orgánica de la Policía Nacional.

Como indicó Nassef Perdomo en su artículo de esta semana: “La violencia no ayuda al trabajo de la Policía, sino que lo obstaculiza. Con ello, contribuye justo a lo contrario de lo que supuestamente busca.”

Ahora que comienza un nuevo ciclo político, si el gobierno entrante quiere cumplir su promesa de garantizar más seguridad ciudadana y dar tranquilidad a los hogares, tiene que involucrarse en una reforma real e integral de la Policía Nacional que castigue y elimine estas prácticas horríficas e infructíferas, ayude a construir confianza ciudadana, tecnifique y forme a sus miembros, cumpla con los objetivos constitucionales de protección integral de los derechos de las personas y dignifique la vida de sus miembros.