Se expande la percepción de que la lucha contra la corrupción está perdiendo fuelle. No digo que sea cierto, solamente que aumenta el número de descreídos. Y eso es peligroso porque, en primer lugar, despoja al Gobierno de un tablazo de la autoridad moral que ostenta y, más aún, de la que la gente buena le atribuye.
Cuando a finales de diciembre pasado las autoridades de la PGR ejecutaron la llamada Operación Antipulpo el país que yo conozco lo celebró como raras veces he visto celebrar a este pueblo. El otro país que yo detesto, se estremeció de miedo. Los funcionarios que ha nombrado este Gobierno se miraron entre sí, cautelosos. Los empresarios también se miraron y un compás de espera prevaleció. Sabemos que ese compás de espera no puede ser permanente. Cuando se rompa, si lo hace en la dirección equivocada se lleva al Gobierno y la gobernabilidad de paro. Si es en la dirección correcta obliga al mismo Gobierno a sostener con firmeza el timón en medio de un mar embravecido.
Que haya o no persecución y castigo a la corrupción define la vida y la fortuna de este Gobierno. Si se detiene, si se estanca, si fracasa o si desiste, toda autoridad moral se desploma y le gobernabilidad, ya socavada, colapsará. Con ello se viene abajo el Gobierno a menos que podamos y querramos sostenerlo con muletas o llevarlo en silla de ruedas.
La lucha contra la corrupción y la impunidad, aunque una necesidad perentoria de supervivencia de la nación dominicana, no goza de la simpatía de la inmensa mayoría de los políticos dominicanos. Pero esos políticos no se han dado cuenta de que la brisa cambió; siguen haciendo o tratando de hacer lo mismo que antes y el mejor ejemplo es la Cámara de Diputados cuya docilidad al poder ha disminuido, pero cuya sinvergüenzería sigue alta empezando por la presidencia misma de esa cámara que es hija de la destreza no de los méritos del incumbente.
La credibilidad y efectividad de la lucha contra la corrupción y la impunidad no depende solamente de la PGR; obliga al Gobierno a actuar dentro de su propia legalidad y a gestionar con prudencia, sensatez y comedimiento el gasto público. Cada incidente de pagos, contratos, nombramientos o concesiones del Gobierno que no comulga con ese sentir de la población socava su autoridad.
Los millones pagados a las plantas televisoras por la transmisión de programas escolares, la contratación de las computadoras y tabletas para maestros y estudiantes, el dinero entregado a los músicos y artistas a cambio de nada, la pompa con la que en palacio se gestionan algunas comparecencias, la no rescisión de contratos de publicidad oprobiosos a figuras del pasado régimen, algunos nombramientos chocantes, en fin, cualquier error o mal manejo del Gobierno en materia de pulcritud, debilita y daña la lucha contra la corrupción y la impunidad y una ciudadanía vigilante y exigente, crítica, a veces en exceso, determinará cuando y hasta donde seguirá apoyando a Luis Abinader.
Por su parte, el presidente no es un buscador de conflictos, pero está claro que no quiere salir del Palacio como Danilo Medina. Lo que él no haga para imponerse solamente debilitará su presidencia y terminaría haciéndolo responsable de aquellas cosas cuya culpabilidad no quiere ni merece. Sin base política propia, el presidente dispone de un tiempo limitado para resolver. Gobernando con el PRM no tiene posibilidad de éxito. Divorciándose del PRM tampoco. El asunto es saber rodearse de gente con la cual pueda equilibrar y también sancionar las inconductas del PRM, pero también las de otros que no son de ese partido. Para eso, que no es nada fácil, el presidente necesita dar ejemplo de intolerancia y apoyarse en la opinión publica sensibilizada y exigente porque, después de todo, nada le impide comunicarse directamente con el pueblo que lo eligió desechando o reduciendo la importancia práctica de los intermediarios de partido.
En todo caso, el presidente necesita a su lado una gestión de comunicaciones que entienda los problemas, las circunstancias y sepa comunicarlas. Sus mejores candidatos para esas funciones están fuera del país en cargos diplomáticos. Se entiende que es mucho más fácil decir qué hacer, pero el presidente está obligado. Lo que él no haga a tiempo, y bien, lo arruinará a él y nos arrastrará a nosotros de ñapa.
Dos consideraciones adicionales son imprescindibles: primero, entender que no hay manera de que, como país, podamos evitar las consecuencias económicas de la confluencia de la pandemia con el final del neoliberalismo y el cierre de un ciclo económico. No importa con cuanta vehemencia lo querramos ni con cuanta fuerza lo necesitemos. Este país tendrá que aprender a vivir sin depender del turismo a la escala y medida que hasta ahora lo ha hecho. Sobre todo, el tipo de turismo que hemos fomentado. Lo segundo, entender como otra encrucijada que, si bien es cierto que en el seno del pueblo dominicano yace una aspiración y un reclamo de justicia, ese mismo pueblo se desanima, se cansa, se torna de nuevo escéptico y perdiendo la fe se queda sin fuerzas.
Si el presidente se apoya en esa parte del pueblo que quiere justicia tendrá problemas, conflictos y presiones a granel y algunas de esas presiones se sentarán a su mesa y agazapadas lo esperarán en su propia alcoba. Si, por el contrario, el presidente desecha o de cualquier manera se rinde a la costumbre y la tradición de impunidad será peor. No hay elección entre un camino fácil y otro difícil, una bueno y otro malo. Sucede que uno conduce a la historia y a la gloria y el otro, siendo mas de lo mismo, termina en la irrelevancia y eventualmente en el vertedero.