“Mi decisión firme, irrevocable, plena como la luna llena, absoluta, total, es que ustedes elijan a Nicolás Maduro como presidente de la República Bolivariana de Venezuela.” Con estas palabras se despedía Hugo Chávez de Venezuela antes de partir hacia Cuba, donde se sometería a una cuarta operación quirúrgica contra un cáncer, que al final le costó la vida.

De la noche a la mañana Nicolás Maduro se encontró con las masas chavistas a sus pies y los problemas de Venezuela sobre sus hombros. Chávez no solo legó a Maduro su patrimonio político, sino también un artefacto que por cumplimiento del tiempo explotaría en manos del nuevo presidente: la tensión política y económica.

Es cierto que la administración de Chávez tuvo logros significativos en el campo social, como la erradicación del analfabetismo (logro reconocido por la UNESCO), la relativa disminución de la pobreza extrema y los programas habitacionales. Sin embargo, con sus constantes expropiaciones, mantuvo una guerra declarada contra el sector privado. A la vez que impuso un estilo personal y voluble en el manejo de la economía, edificó un monopolio estatal que cerró las puertas a la inversión extranjera; y, a través de su discurso incendiario, polarizó a la ciudadanía venezolana, provocando con esto el rompimiento de la cohesión social.

Ese sombrío panorama ha traído como consecuencia que Venezuela tenga hoy un crecimiento económico del 0,3%, una tasa de inflación que supera el 60% (la más alta de América Latina) y  un 45% de desabastecimiento en los productos de la canasta familiar.

Sin lugar a dudas, este oscuro escenario económico explica el porqué de la actual tensión social y política en Venezuela; pero a esto también se suma el hecho de que la legitimidad  de Nicolás Maduro como presidente fue cuestionada desde el primer momento. Recordemos que Maduro derrota al líder opositor Henrique Capriles por un estrecho margen de poco más de 1% de ventaja. Un resultado electoral de este tipo, en los países latinoamericanos, siempre es asociado con el fraude, y en Venezuela no sucedió lo contrario.

Otro presidente en la situación de Maduro, con una legitimidad de origen cuestionada, habría enviado un mensaje conciliatorio hacia la oposición, para obtener consensos que le permitieran encarar la crisis económica. Pero Maduro, al contrario, optó por expresarse con un discurso y unas políticas que agravaron el quebrantamiento de la  armonía social.

Y es que, aunque el chavismo siempre ha creído que la democracia solo consiste en elecciones, esta se sustenta principalmente en el Estado de Derecho. Ese ya debilitado Estado de Derecho en Venezuela ha sido herido de muerte, entre otras cosas, con las detenciones arbitrarias de connotadas figuras de la oposición como Leopoldo López y Antonio Ledezma.

Estos arrestos infundados son justificados por Maduro con el alegato de que estos dirigentes opositores han fraguado golpes de Estado en su contra. Esta denuncia nos llama a preguntarnos: ¿puede darse nuevamente un golpe de Estado en Venezuela? La historia venezolana nos enseña que los derrocamientos presidenciales son llevados a cabo por los militares cuando estos se han sentido marginados por el poder; algo que no ocurre en Venezuela desde 1999, pues el chavismo es un proyecto de las fuerzas armadas, que encontraba su representación en el fenecido presidente y que hoy la tiene no en Maduro, sino en Diosdado Cabello, presidente de la Asamblea Nacional,  quien  no solo es militar como lo fue Chávez, sino que desde 2002 ha sido visto como el sucesor natural de Chávez.

Un eventual golpe de Estado en el que se vieran envueltos dirigentes opositores, como ocurrió en 2002, deslegitimaría a la oposición y pondría en duda su carácter democrático. Por tanto, el gobierno difunde la idea de que está en marcha un golpe de Estado, para desviar de la atención de la opinión publica la responsabilidad que tiene en el descalabro económico.

Cuando una nación está sumida en una crisis económica, la ve representada en su gobierno. Por tal razón, la popularidad del presidente venezolano ronda por debajo del 30%. Pero Maduro fue electo para un periodo de seis años y apenas lleva dos. Entonces, ¿tendrán los venezolanos que esperar cuatro años para librarse de este ya impopular gobierno? ¿Solo exigir la renuncia o la destitución del presidente son los medios legales para  desalojarlo antes de 2019?

La respuesta la ofrece la propia Constitución venezolana, que en su artículo 72 establece que cumplido la mitad  del periodo para el cual fue electo un servidor público, este puede ser sometido a un referéndum revocatorio, donde el soberano decida si merece o no  continuar en su función.

Esto quiere decir que para el 2016 Venezuela será escenario de un nuevo referéndum revocatorio, tal y como ocurrió en el 2004, quedando ratificado en aquel momento el presidente Chávez.

Desde cualquier óptica que se enfoque, la situación venezolana es tensa. El diálogo es la única vía para encontrar una solución que no difiera con la Constitución. Para ello, el gobierno debe moderar sus posiciones frente a la oposición y entender –tal y como sostiene Baltazar Garzón– que en toda sociedad democrática la oposición representa la conciencia del pueblo frente a los que gobiernan.

El Ejecutivo venezolano no se enfrenta a las exigencias de los líderes de la oposición, sino a las de quienes se hacen representar por estos (en este caso, el 49.12% de los venezolanos que en 2013 votó por la opción opositora).

Solo resta decir que la tensión política nacida en Venezuela a partir de la muerte de Chávez en 2013 es una señal de que el chavismo sin Chávez no tiene garantizada una vigencia por muchos años. Toda corriente política que gira en torno a una sola figura, condiciona sin quererlo su fortaleza mientras viva su líder.