Sí, Abril con mayúscula como muy bien recalca el colega Ramón Colombo. Ese mes del año 1965 dejó marcada para siempre a toda una generación, no sólo de adultos protagonistas del episodio político, militar y social inconcluso que convulsionó al país el siglo pasado, sino también a los niños preadolescentes que en su momento no entendían la violencia, el sobresalto y la zozobra de lo que ocurría a su alrededor.

Cuando se tiene apenas once años de edad, las vivencias de la realidad cruda y traumática parecen no tener explicación ni motivos. Quizás para entender algunas de ellas tal vez sea necesario que transcurra medio siglo, mirando con la reflexión de la madurez de adulto lo que en su momento pudo inspirar temor e inseguridad y cuando el mundo a su alrededor parece desintegrarse en pedazos.

Como testigo mudo del hecho, Abril del ’65 fue un teatro de operaciones que tuvo como escenario la capital dominicana. Un capítulo marcado por la sangre, el sudor, lágrimas, epopeya, valentía, cobardía, plomo, utopía, anhelos, odio, patriotismo, temor, invasión, hipocresía y frustración. Una de esas catarsis históricas donde lo sublime y lo grotesco iban de la mano, acompañadas del hambre física.

Nunca se supo cuáles difuntos marcaron ese número. Y el país continuó su rumbo de sobresaltos sobre héroes, tumbas, cobardes y vivencias…

La cara absurda de la guerra fratricida cambió la vida para aquellos niños inocentes que antes jugábamos a ser soldados en un conflicto imaginario en las calles polvorientas y pedregosas del corazón de Villa Duarte. No sabíamos de ideales, de armas, de balas vivas, morteros, asaltos, operación limpieza, de rebeldes ni constitucionalistas. Tampoco de fuerza invasora multinacional ni lo que significaba la OEA o la FIP.

Mucho menos de golpes de estado ni de triunviratos, ni de Peña Gómez, Balaguer, Wessin y Wessin, Bartolomé Benoit, Francisco Alberto Caamaño, ni de Juan Bosch, ni de muchos otros héroes y villanos que llegaron antes y después que los dominicanos se pusieron de acuerdo para combatirse y destruirse entre sí. Para aquellos niños de mi generación la vida tenía sentido entre la disciplina familiar y las travesuras permitidas con su debida consecuencia.

Pero Abril del ’65 fue diferente. Llegó de repente. De improviso. Primero con alegría y después con estupor. Nos sorprendió a todos, la gran mayoría del pueblo, por sorpresa. En apenas cuatro días, del 24 al 28, y lo que siguió después hasta el mes de junio, la gloria del golpe de Estado fue arropada por la sombra del infierno de la guerra. A partir de ahí, ya nada de la vida cotidiana fue igual que antes.

El alma fue perturbada. Primero por el sobresalto y el estruendo de los disparos. Después torturada por la oleada de rumores sin fundamento. Entre las proclamas diurnas de Radio San Isidro, del CEFA, y los boletines de los rebeldes a través de Radio Comercial. Y entre uno y lo otro, el miedo, y el tableteo de las ametralladoras calibre 50, los ataques de los aviones P-51 contra el lado rebelde justo a la hora de comer, a las doce del mediodía, y el tintineo de las cápsulas perforando los techos de zinc de las casas cercanas.

O quizás el uso de morteros, disparos de tanques, el silbido de las balas y su rechinar seco al impactar las paredes de concreto de los hogares después de la medianoche, cuando los rebeldes respondían los ataques desde Ciudad Nueva hacia la Zona Oriental. Los nervios de aquellos que estaban en el medio de los dos bandos, estaban crispados.

Las vivencias son muchas y el espacio breve para resumir la epopeya de Abril de 1965 vista por un niño. Sólo basta recordar la terquedad del piloto norteamericano por instalar un cañón sobre el techo del edificio de los Molinos Dominicanos, desde su helicóptero Bell bajo una andanada de balas disparadas desde el lado opuesto del río Ozama. La historia del francotirador que desde allí, dicen los historiadores, no perdonó la vida de los perros entre las calles El Conde y las esquinas de la Isabel la Católica.

Los empujones, abusos, maltratos y lucha de vecinos por sobrevivir entre la escasez de alimentos y las cajas repartidas por los soldados de Estados Unidos en la explanada que existía frente al campamento militar 27 de Febrero. Tampoco entre aquellos que murieron o tuvieron que abandonar sus hogares en medio del fragor de las batallas y la metralla, o las madres que perdieron sus hijos en combate o balas perdidas por la calle 19 de Marzo, las miles de viudas o de huérfanos que quedó como legado.

Y entre horas de días y noches aciagas, José Cabrera se ocultaba debajo de la cama en la casa de los Rojas, Silvia Maríñez se desmayaba cuando el bramido y el espanto de la guerra se acercaban, y Lolín Mojica narraba cuentos alegres para aliviar las tensiones, y recriminaba al primero su cobardía por dejar abandonada a su esposa e hija en su hogar, a cinco casas de distancia de la calle Buena Vista. O Inginia Lahoz ocultaba en el patio la pistola 45 de su marido Eugenio, un sargento mayor de la Marina, la viuda abandonada con siete hijos, y donde el arroz cocinado el 15 y el 16 de junio del 1965 no alcanzó para todos en su hogar, y hubo que regresar resignado a la casa abandonada, a la espera de la voluntad de Dios.

Ni los morteros disparados desde la cabeza oriental del puente Duarte, cuyos efectos alteraron el estado de ánimo de un menor al pasar por una calle de la Francia Vieja y presenciar la imagen de una humilde casa de madera. El techo de zinc volado y las cuatro paredes en pie. Y por un resquicio de la puerta principal, un hilillo de sangre corría hacia la calle. Nunca se supo cuáles difuntos marcaron ese número. Y el país continuó su rumbo de sobresaltos sobre héroes, tumbas, cobardes y vivencias…