La cultura visual no puede separarse de su contexto histórico, pues la capacidad de visualizar la cultura de una sociedad casi significa lo mismo que comprenderla. La cultura, por tanto, es el lugar en que las personas definen su identidad, y eso cambia con las necesidades que tienen las personas en el marco de  las comunidades a las que  éstas pertenecen.

La cultura, sin embargo, debe expresar todo el universo fractal y diverso y no lineal de todas las sociedades. De ahí que la cultura visual, como expresión social de una época, es multicultural y diversa, reflejando lo local  mediante  actividades globales y fragmentadas de sus habitantes.

Una labor esencial, al momento de enfocar la cultura visual, consiste en buscar los medios de escritura y  narración, que permiten expresar  lo transcultural y su comportamiento  de inestabilidad y permanentes cambios. 

Este es el papel de la cultura en la cultura visual: intentar cambiar constantemente ante las nuevas realidades del mundo o la vida cotidiana del hombre postmoderno.

El consumidor es el agente clave de la sociedad capitalista o postmoderna. Eso que Guy Debord definió como la “sociedad del espectáculo”, cuya función consiste en que la historia  se olvide dentro de la cultura. La relación entre el trabajo y el capital se pierde en el resplandor del espectáculo, por eso se nos convence más con la imagen que con  el objeto ausente de la imagen.

Pero ¿existe realmente la posibilidad de descubrir algo en el ciberespacio? Internet no hace más que estimular un espacio mental libre, un espacio de libertad y descubrimiento. De hecho, sólo ofrece un espacio desmultiplicado, aunque convencional, donde el operador interactúa con elementos conocidos, sitios establecidos, códigos instituidos.

Más allá de esos parámetros de investigación no existe nada. Cualquier pregunta es asignada a una respuesta anticipada. Uno es el interrogar automático al mismo tiempo que el contestador automático de la máquina. A la vez codificador y descodificador, de hecho nuestro propio terminal, nuestro propio corresponsal. Es eso el éxtasis de la comunicación. Ya no hay otro enfrente, ni tampoco destino final. El sistema gira así sin fin y sin finalidad. Y su única posibilidad es la de una reproducción y de una involución al infinito. De ahí el confortable vértigo de esa interacción electrónica  e informática, similar al de una droga. Uno puede pasarse toda la vida en ella, sin discontinuidad. La droga misma no es más que el ejemplo perfecto de una interactividad enloquecida en un circuito cerrado.

En cambio, el hecho de que la identidad sea la de la red y nunca la de los individuos, el hecho de que la prioridad se dé  a la red más que a los protagonistas de la red, conlleva, como ha dicho Jean Baudrillard, “la posibilidad de disimularse en ella, de desaparecer en el espacio impalpable de lo virtual y no estar localizable en ningún lugar, ni siquiera para uno mismo, lo cual resuelve todos los problemas de alteridad”. Así, la atracción de todas estas máquinas virtuales se debe sin duda menos a la sed de información y de conocimiento, e incluso a la de contacto, que al deseo de desaparecer y a la posibilidad de disolverse en una operabilidad fantasmal. Forma planeante que hace las veces de felicidad, de una evidencia de felicidad por el hecho mismo de que ya no tiene razón de ser.

La virtualidad sólo se aproxima a la felicidad porque retira subrepticiamente cualquier referencia  a las cosas. Nos da todo, pero de manera sutil nos escamotea al mismo tiempo todo. El sujeto se realiza en ella perfectamente, pero cuando el sujeto está perfectamente realizado se convierte de forma automática en objeto y cunde el pánico.

El tiempo de la red, en términos de Byung-Chul Han,  es un tiempo-ahora discontinuo y puntual. Se va de un enlace al otro, de un ahora al otro. El ahora no tiene duración. “Lo digital somete a una reconstrucción radical la tríada lacaniana de lo real, lo imaginario y lo simbólico. Desmonta lo real y totaliza lo imaginario. Abre un estadio narcisista, una esfera de lo imaginario en lo que yo me incluyo”. El trabajo digital ocupa el centro. Dicho con mayor precisión: aquí ya no hay ningún centro. Más bien, el usuario y su aparato digital constituyen una unidad.

Lo real, lo imaginario y lo simbólico son términos que nos conducen hacia algo importante y nuevo en los procesos culturales globales: la imaginación como una práctica social. Lo que sucede es que la relación con el progreso se ha vuelto ambivalente, oscila entre la mitificación y el desencanto, el terror y la esperanza: no es la idea de progreso  lo que ha fracasado, sino su dogmatización religiosa. En la era postmoderna, el horizonte de la tecnociencia se ha borrado; por perder la claridad de la que partió, se ha vuelto inseguro y problemático.

Estas libertades del uso de la imagen a través de las redes sociales de Internet, (Facebook,  Instragram, WhatsApp, entre otros medios y soportes visuales ), con sus diversas modalidades de registros y memorias, la televisión, el vídeo, las pantallas interactivas,      han creado una nueva visión de la cultura visual, casi en estado de alienación del ser, en un nuevo proceso  de  cambio cultural e histórico de la realidad y del mundo.