La verdad que a estas alturas de la vida uno se sorprende de cuán volátil es el estado de ánimo de los organismos internacionales, el mundo empresarial, político y hasta académico sobre las perspectivas económicas del mundo. Posiblemente cuando teníamos menos canas en la cabeza teníamos también una opinión tan fácilmente influenciable por los altibajos de las expectativas, pero ya eso no luce mucho.
Hace algo más de diez años, la opinión más generalizada era que América Latina era un caso perdido. La percepción más socorrida en el mundo académico y los grandes centros de decisión económica era la gradual pérdida de importancia de América Latina. Invitado a hablar sobre el asunto en un evento lo expresé de la manera siguiente:
“Veámoslo de esta forma: el llamado Tercer Mundo se divide en Asia, África y América Latina. Asia es muy grande en población, su economía crece mucho, tiene las grandes reservas de petróleo, tiene armas nucleares y es la cuna del terrorismo. Es decir, importa mucho porque infunde temor. África es muy pobre, y lo que despierta es conmiseración. América Latina no infunde temor ni compasión. El liderazgo de los grandes centros mundiales nos ve cada vez más como un fracaso, incapaces de sabernos conducir, y muy corruptos. En definitiva, América Latina no importa mucho”.
Pues resulta que poco tiempo después ese estado de ánimo dio un viraje radical. La región se asoció bastante con China, la India y otros países asiáticos en rápido crecimiento. Vino la etapa de altos precios para el petróleo, el cobre, el hierro, la carne, el trigo, la cebada, los víveres, el azúcar, el café, el cacao, el arroz, el maíz, la soya, el aceite; y los países de América Latina felices, excepto la República Dominicana, hasta el punto de que el ex presidente Leonel Fernández se lanzó a una cruzada internacional contra la supuesta especulación de los mercados.
La economía de América Latina se montó sobre la ola y comenzó a crecer rápidamente. Brasil y Argentina, Bolivia y Chile, Colombia y Perú, Paraguay y Ecuador, todos elevaron las exportaciones, mejoraron el empleo, incrementaron los salarios reales, bajaron la pobreza, expandieron la franja de clase media, aumentaron las reservas internacionales y disminuyeron su coeficiente de deuda pública. Políticas y resultados relativamente buenos.
El estado de ánimo en esos centros de decisión y los organismos internacionales cambió de la noche a la mañana. Ahora América Latina volvió a ser “el continente de la esperanza”, hasta el punto de que hace unos años ya se hablaba de Brasil como una próxima nueva superpotencia. Algo parecido se decía de México. Pero en general se decía que la región se encaminaba a un prolongado período de rápido crecimiento y solución de sus problemas ancestrales. Es más, se llegaba a decir que la región había realizado el despegue definitivo hacia el desarrollo.
Fuera de ese optimismo quedaba Venezuela, por sus problemas políticos, los países del istmo y las islas del Caribe que no nos habíamos subido a la cresta de la ola China; excepto Panamá, que por su canal tienen que pasar los chinos, y nosotros que tenemos la Virgen de la Altagracia.
Yo nunca entendía de dónde salía tanto optimismo. Cómo la percepción sobre la América nuestra había cambiado de golpe. Que Chile, Argentina o Perú crecieran al 5% o al 6% durante cinco o seis años seguidos no los hacía desarrollados; que Brasil tuviera seis o siete años con un PIB creciendo a buen ritmo no lo hacía superpotencia.
Fuera de los altos precios de bienes primarios, la región seguía siendo la misma que antes; los obstáculos al desarrollo seguían siendo los mismos y, por si fuera poco, por más esfuerzos que se hicieran, no se levantan en unos pocos años: mala educación, escasa infraestructura, insuficiencia tecnológica, débiles instituciones y mucha corrupción.
Bastó que se aligerara el crecimiento de China, bajaran de precios los bienes primarios y se destaparan unos cuantos casos de corrupción y ahora todo el mundo vuelve a decir que América Latina es un caso perdido. El último informe del FMI dice que le espera un prolongado período de estancamiento o que su ritmo de crecimiento estará a la cola en el mundo.
Cuántos vaivenes en estas expectativas. Para mí nada ha cambiado mucho excepto el ciclo económico. Y los ciclos se repiten cada dos o tres años. Lo que tenemos es que esforzarnos para erradicar las reales barreras que obstaculizan el desarrollo.