La vida política dominicana me recuerda el juego de un patio escolar cuyas reglas las imponen los dueños de las pelotas, a quienes hay que consentirles todas sus trampas. Los mismos que eligen a los árbitros para darle apariencia competitiva a su capricho deportivo. Un recreo aburrido en el que los que participan se sienten más intrusos que contendientes.
El Comité Político del PLD se parece al dueño de las pelotas: dicta las reglas, nombra los árbitros y decide quiénes juegan. Sus artimañas siempre son exculpadas y, obvio, no pierde un partido. Todo marcha sobre la rutina hasta que un buen día el director de la escuela llega al juego y advierte sus “reglas”. Entonces los árbitros no aparecen y los que siempre dominan el partido dejan en casa las pelotas. Eso pasó la semana pasada cuando se supo que la Oficina para el Control de Activos Extranjeros, adscrita al Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, amparada en la Ley Magnitsky de 2012, prohibió a personas naturales y jurídicas estadounidenses realizar transacciones financieras y comerciales con el senador dominicano Félix Bautista y cinco de sus empresas, así como la cancelación, por parte del Departamento de Estado, del visado al legislador y a su familia.
Esa tos del Tío Sam fue suficiente para crear un tsunami en el patio de la escuela: el ambiente político se crispó, la prensa convocó a urgentes reflexiones, los políticos se vistieron de silicio, los oficialistas marcaron distancia entre sí, los opinantes en nómina oficial execraron la corrupción, las organizaciones empresariales abandonaron sus cócteles y no faltaron los oportunismos baratos de uno que otro precandidato del PLD, quienes pidieron la cabeza de los exfuncionarios corruptos cuando antes tuvieron mejores momentos para hacerlo; parece que de repente hallaron bolas entre sus piernas. ¡Cónchole!, el director de la escuela debiera salir más al recreo.
Cualquier visitante que hubiera leído la prensa de la semana pasada no dudaría que había llegado al país con más compromisos éticos del mundo. Esa estampa fue suficientemente gráfica para medirnos como nación. Nuestra talla institucional no alcanza ni a una pulgada. Pensar que lo que no logra un proceso judicial de nuestro sistema lo consigue la cancelación de una visa es espantoso. Parece que nuestra dignidad no llega a tanto. Vivir en un país así es para capones; “sentirse” dominicano, una verdadera afrenta. Todavía busco un lugar seguro para colgar mi vergüenza, no vaya a ser que también me la roben. Esa es la peor impunidad.
¿Será posible que necesitemos espantos para despertarnos? ¿Y es que todavía hay gente que cree que andamos bien? No es necesario ir lejos: cuando en un país existe más confianza en lo poco que pueda hacer un gobierno extranjero que en lo que nos toca lograr como nación es para salir huyendo sin visa.
Dejémonos de sensiblerías: este juego es una vuelta al patio escolar. Los que están se sienten como “extranjeros”; gente rendida y sin arraigo a una tierra que le niega toda cosecha. Una nación de papeles y membretes donde las reglas funcionan solo para sus dueños y la Justicia para tutelar sus privilegios.
¿Fatalismo? No; realidad. ¿Acaso es poesía aceptar que el 60 % de la fuerza de futuro del país (los que están entre dieciocho y veinticinco años) quiera abandonarlo? ¿O es un cuento de ensueño que ocho de cada diez dominicanos entiendan que las cosas van peor? El daño más grave que pueda recibir una nación es perder el derecho a la esperanza. Y aun para eso necesitamos de un poder extranjero que nos lo diga. El futuro luce espantado por un presente callado y ausente. Nadie quiere arriesgar su falsa seguridad. Pero, ¡sigamos así!, que cuando reaccionemos entonces sí la visa tendrá más valor que la decisión de quedarnos.