Dejé pasar algunos días para que la pasión volviera a sus cauces. Ya más templado, regreso a las razones que la provocaron: las opiniones de dos personas distintas pero vinculadas a los mismos intereses. Se trata de las declaraciones del señor Campos de Moya sobre el presunto cambio de derrotero del movimiento verde, hecho que, según él, obligó a algunos miembros de su colectivo gremial (Asociación de Industrias de la República Dominicana —AIRD—) a retirarle el apoyo económico; y la de Rafael Paz, un exejecutivo del CONEP (Consejo Nacional de la Empresa Privada), ahora funcionario del Gobierno, quien advirtió sobre “los intereses populistas que afectan la imagen del país”.  No pretendo mojar en terreno pantanoso o rumiar un bagazo ya ajado. Además, la pasada concentración de la Marcha Verde en Santo Domingo fue una bofetada sonora a esas y otras ligerezas.  Abundar sería necio.

Estas opiniones estuvieron trenzadas por el mismo hilo y como salida a la petición de renuncia hecha al presidente Danilo Medina por un grupo de ciudadanos. La Marcha Verde nunca la ha exigido, como tampoco yo estoy ni estaré de acuerdo: primero, porque no le pido a nadie lo que no está dispuesto a hacer; y, segundo, porque la renuncia de un presidente no tiene sentido ni peso institucional si no es resultado de un juicio político, de una dimisión honrosa o de una crisis de gobernabilidad.

Cosa distinta es reclamar la investigación judicial del presidente sobre sus campañas electorales en el entramado Odebrecht-Lava Jato, tema que, a pesar de vincularlo de forma directa y personal, ha sido omitido irresponsablemente por él y el procurador, y del cual la nación tiene pleno derecho a pedir cuentas. Ese es el tabú político que quieren abrigar con recelo los burócratas de esos gremios. Todo iba bien hasta tocar esos altares. Así, el instinto traicionó al propio Campos de Moya cuando dijo que el objetivo de los empresarios era que los imputados de los sobornos fueran sometidos y la Procuraduría lo hizo: ¡fin de la historia! Obvio, esa es la raya lindante e inviolable de la autocensura empresarial en una nación políticamente domesticada. Hasta ahí el libreto; todo lo que se le agregue es apócrifo o subversivo.

Mientras en países latinoamericanos con hondas debilidades institucionales sobran las sentencias, las órdenes de arresto, las prisiones y las investigaciones abiertas en contra de expresidentes, en nuestra sociedad pedirle información veraz al presidente sobre los fondos de su campaña es un ejercicio sedicioso “que afecta la imagen del país”. Máxime cuando el cerebro de la mafia política de Odebrecht, Joao Santana, despachó desde el Palacio y dirigió  la estrategia no solo del candidato oficialista sino del propio Gobierno dominicano.

En una democracia funcional los actores económicos son los primeros en pedirles cuentas a sus gobernantes sobre los tratos desleales con los llamados “intereses especiales”, y más aún con una empresa extranjera que monopolizó fraudulentamente y por años las grandes contrataciones públicas en desmedro de la empresa nacional. Pedirles a esos burócratas una actitud más firme es ofensivo o “meterlos en problemas” con el Gobierno. En ambientes tan dóciles no abundan esas testosteronas.  Las cuentas bancarias de los amigos de Campos de Moya agotaron sus reservas y cualquier otro “pago verde” (si los hubo) es un sobregiro del que no se responsabilizan.

Tenemos un colectivo empresarial organizado muy arrogante en los mercados pero muy “cauto” en el ejercicio ciudadano. Si la fuerza que demuestran en la defensa de sus cuotas la emplearan a favor de la transparencia y eficiencia del sistema, estuviéramos a la par con Chile.

Pero aún más sensual fue la retórica de Rafael Paz, exvicepresidente ejecutivo del CONEP —un tecnócrata curtido al estilo Park Avenue que hizo el cómodo crossover del sector privado al Gobierno—, cuando lanzó una advertencia más pálida que su fina corbata. Este joven, impecablemente esnob, como buen aprendiz de los performances y clichés empresariales, los esgrimió en contra de las plagas “populistas”, a las que les imputó afectar “sensiblemente la imagen del país en el exterior y atentar contra los flujos de inversión y el turismo”.

Voy a ser directo y le contaré de una buena vez a este muchacho qué es lo que afecta los flujos de inversión en este país: a) una burocracia estatal corrupta que exige y acepta sobornos para facilitar cualquier inversión; b) un clima de inseguridad jurídica dominado por un sistema judicial dependiente, mal retribuido e ineficiente; c) una estructura de mercado oligopolista y concentrada que no acepta competencia en condiciones leales ni paritarias y que hostiga a la inversión extranjera (como abogado comercial le puedo enlistar y documentar casos); d) una mafia político-empresarial que controla las contrataciones públicas, maneja las importaciones y privilegia a los mismos sectores políticos y económicos; e) una cultura empresarial sumisa al poder político que financia y revalida el mismo modelo cada cuatro años para derivar oportunidades, mantener privilegios y tratos fiscales benignos; f) unos burós empresariales sin una perspectiva integral de responsabilidad social ni sentido autocrítico y dominados por los mismos núcleos; g) unos salarios indignos que incentivan la diáspora del talento joven; h) la imagen de cultura corrupta y tramposa que hemos ganado en el mundo como nación paria, la que muy a pesar de ser la novena economía latinoamericana ocupa el puesto 17 de 18 países de América Latina (el 76 a nivel global) con el peor pasaporte, por encima solo de Haití. Así, mientras los argentinos están exentos del visado en 150 países o Nicaragua (que es mucho más pobre que la República Dominicana) en 110, nuestro país solo se beneficia de esas exenciones para apenas 54 naciones del mundo (Henley & Partners 2014).

Si en las lecciones de “apología corporativa” no le enseñaron esa realidad a este muchacho, ahora al frente del Consejo Nacional de la Competitividad, además de mucho aburrimiento, tendrá tiempo ocioso para estudiar y comparar los ominosos índices de nuestra desgracia. Todo lo contrario, si el mundo se enterara de que el presidente de una de las naciones más corruptas del planeta rinde cuenta de sus tratos con Odebrecht, y de que sus empresarios, políticos y su sociedad civil armaron un pacto nacional para desmontar una estructura estatal corrupta, opaca e ineficiente, entonces retornaría la confianza y se desataría un flujo incontenible de inversión.  Reeditaríamos en el Caribe la historia de Singapur. Pero a veces es relajante soñar, aunque con una visión así no llegaremos ni al Canal de la Mona.

Bueno, mejor dejo esto hasta aquí porque en esas alturas habita mucha intolerancia, no vaya a ser que me manden otra vez a la … (horca en el patíbulo del populismo más trasnochado)