El irregular apresamiento de Lula es expresión de la firme voluntad de la derecha del continente de romper la ola de los llamados Gobiernos progresistas en varios países, cuya simultaneidad, carácter de las fuerzas política organizadas que los sostienen, la personalidad excepcional de los líderes que lo encabezaban inducía a pensar que se iniciaba un indetenible proceso de transformación política y social para redimir a los condenados de la tierra en esta región. La vuelta al control político de la derecha en algunos países y el evidente estancamiento o casi naufragio en otros no necesariamente significa el final de esas experiencias, pero sí obliga a una profunda reflexión sobre sus alcances y debilidades.
A pesar de las críticas a esos procesos en sectores de derecha como de izquierda, en esos países ha habido cambios de profundo calado. Con sus naturales diferencias el proceso ha incrementado significativamente la inversión pública, al tiempo de hacer grandes esfuerzos para democratizar el gasto público, lográndose una importante inclusión social. Se alcanzaron significativos avances en la capacidad de producción de riquezas de sus economías, sobre todo en Bolivia, Ecuador y en Chile donde sus gobiernos de izquierda acentuaron significativamente el viejo padrón de desarrollo económico esencialmente integral. Venezuela fue el único país que no solamente dejó de diversificar su estructura productiva, sino que acentuó su carácter mono productor.
Chile superó en un 43% el ingreso medio de la región, logrando reducir la desigualdad, al igual que en Brasil, donde más de treinta millones pobres salieron de esa condición durante los gobiernos de Lula y la Rousseff; igualmente en Venezuela y otros países se incorporaron a la educación y vivienda a millones de pobres. Sin embargo, el descontento en todos ellos no solo ha sido sistemático, sino que ha ido en aumento. Las demandas de salud, educación y transporte, básicamente, han sido satisfechas, pero no así la calidad de las mismas. Recordemos que las demandas sociales y de servicios son sociológicamente ascendentes, se pide calidad, eficiencia y hasta comodidad. En algunos casos, la cultura de la corrupción en el manejo de la cosa pública tomó otras formas y se incrementaron.
Sin que se subestime el bestial acoso de la derecha continental, a través de su control de los medios de comunicación, es innegable que la corrupción en términos de formas, contenidos y calado y la permisividad a los desmanes de las grandes corporaciones han sido factores limitantes de la interiorización y apoyo de la población a los procesos; tampoco se puede subestimar el hecho de que en general, las políticas de inclusión social no estaban exentas de castrantes clientelismos y que la falta de institucionalización de los procesos determinaba que los mismos se basasen fundamentalmente en lideres “insustituibles” y no en formas organizativas desde abajo, a excepción de Uruguay que tiene en el Frente Amplio y la formación de sus dirigentes un sólido instrumento político.
El fracaso de casi todos esos procesos y de las llamadas experiencias socialistas en todo el mundo evidencian la insostenibilidad de las transformaciones revolucionarias desde arriba, que de la mera inclusión social es insuficiente, mucho menos si en algunos casos sirve para fortalecer liderazgos mesiánicos y una estructura clientelar para recoger votos. Esta circunstancia plantea el tema de la hegemonía, vale decir, que como decía Gramsci, no basta la simple toma del poder para producir cambios y construir un nuevo orden social. Que es necesario un proceso de socialización e interiorización del proyecto de sociedad que se quiere construir a través de un proceso de lucha política e ideológica para derrotar a las fuerzas del antiguo orden quitándole la hegemonía que esta tiene sobre los diversos sectores de la sociedad.
En los llamados Gobiernos progresistas, las fuerzas del viejo orden conservaban una sólida influencia ideológica/política sobre diversos sectores y por eso no le ha sido imposible recuperar el poder a través del voto. Esas fuerzas, han mantenido una inmensa influencia sobre la población a través de grandes medios de comunicación. Son los casos de Brasil, Argentina y Chile, principalmente, a parte de los poderes fácticos tradicionalmente influyentes en sus respectivas sociedades. Si es difícil la consolidación de un proceso de cambio a través de la ruptura del orden y el uso de la fuerza, resultaría casi imposible la consolidación de un proceso de cambio surgido mediante procesos electorales no construido desde abajo mediante largo proceso lucha política.
En Uruguay el proceso tiene mayor consolidación que en otros países, y a pesar de retrocesos en Chile las condiciones de recuperación son mayores. Esa circunstancia no parece ser casual: en ambos países existen organizaciones políticas de mayor tradición y experiencia de lucha, en ambos el peso de la institucionalización política ayuda más en la limitación del flagelo de la corrupción, en evitar la personificación del proceso y a una más sostenida participación de la gente. Esperemos a que, sobre todo en el caso chileno, en el futuro eso ayude a que las fuerzas progresistas sean más audaces en el enfrentamiento al gran capital. Octubre hablará del futuro brasileño.