Cada vez que leo en la prensa noticias internacionales sobre procesos judiciales, dimisiones o destituciones de funcionarios, me siento pesadamente frustrado. La distancia que nos separa de esas realidades es astronómica. Una infidelidad conyugal, la aceptación de un regalo, el uso de un vehículo oficial para una urgencia personal, el flirteo ocasional a una asistente, una descortesía urbana o un comentario inapropiado son parte del catálogo de extravíos éticos penados en esos sistemas. Ser funcionario en tales contextos supone asumir abstinencias, privaciones y una vida personal rígida, frugal y tersa. En Japón, Filipinas y en China el suicidio es una salida honorable para no vivir con el bochorno del estigma. En esos ordenamientos la conducta del funcionario compromete la integridad del Estado, por eso no es fortuito que el régimen de consecuencias sea implacablemente severo.
Cuando amigos extranjeros que trabajan en el sector público me cuentan de esos riesgos, les pongo otro tema, no vaya a ser que motive preguntas o comparaciones y que mi franqueza les deje la impresión de que vivo en una jungla de caníbales. Confesarles las extravagancias de nuestros funcionarios frente a la fría indulgencia social me avergüenza; me prefiero como ciudadano de Groenlandia.
Cada día es motivo añadido para agigantar la decepción de vivir en una sociedad política tan aberrada. Hace unas semanas oí decir al ministro administrativo de la Presidencia que en su gobierno no ha habido escándalos sin una actuación del ejecutivo. Me entraron ganas de defecar. Como si lo de Odebrecht fuera un chisme de cantina o si la estancia de Joao Santana fuese de vacaciones en el Caribe.
En sistemas medianamente funcionales el propio José Ramón Peralta tuviera que renunciar o nunca haber aceptado el cargo, y no precisamente por su pésimo desempeño como vocero oficioso, sino porque nadie puede tener intereses personales o vinculados en empresas que contratan con el Estado o dependen de autorizaciones oficiales para el desarrollo de sus actividades comerciales. La norma estándar supone que cualquier concurrencia conflictiva de intereses es incompatible con la función como principio fiduciario de la gestión pública. Aquí esa omisión es puro festejo y constituye la principal fuente de enriquecimiento ilícito de los políticos.
¿Qué es lo primero que hace un funcionario? Constituir con prestanombres una sociedad de carpeta, preferiblemente offshore, para obtener contratas de obras y servicios con su propia dependencia u otras. Ese patrón está aburridamente tipificado. Qué pena que las auditorias de la Cámara de Cuentas, además de selectivas, sean tan poco exhaustivas en la investigación cruzada de intereses vinculados. La red de negocios paralelos que ata en la sombra al Estado con sus funcionarios es inconmensurable. El mayor drenaje de recursos públicos corre sin tropiezos por esos desaguaderos hasta su destino final: una cuenta en un paraíso fiscal o en el blanqueo inmobiliario. Ese derrame de fondos se estima en un 4 % del PIB. El 95 % de las declaraciones juradas de los funcionarios activos no soportan un análisis financiero razonable, y eso, que la mayoría están infravaloradas, sin considerar las deliberadas flaquezas de la ley para imponer controles eficaces de comprobación, rastreo y detección.
Desde que una persona acepta una función en el Estado debe entender que es un sujeto obligado al escrutinio público. Ese es parte del costo y a quien no le guste que renuncie. La cultura paranoica de la sociedad prohijada por un pasado de censura tiránica deja a los funcionarios a su soberana cuenta. ¡Y vaya usted a ver!: se hacen millonarios, no rinden cuentas, hay que respetarlos, encomiar su eficiencia, celebrar sus fortunas y honrar su moral. Lo mínimo que se le reclama es una inservible declaración jurada de patrimonio que no se cumple o si se hace es extemporánea, falseada, sesgada y huérfana de consecuencias. Cumplir con ese trámite menudo es un dolor de cabeza para un gobierno narcisista que se ufana de su voluntad ética.
Pero tomando en serio la declaración del ministro Peralta sobre la diligente atención del Gobierno a cualquier escándalo, me molesto en recordarle un accidental olvido: el financiamiento de las campañas de Danilo Medina por Odebrecht. Sobran los elementos para activar una investigación y formular una acusación. En cualquier Estado con respeto a la autonomía de sus instituciones el presidente estuviera confrontando un juicio político.
Danilo Medina sabía que iba a necesitar un Congreso a su calco, por eso el enfático llamado electoral a tener “su Congreso”; pues ahí lo tiene, comprado al justo costo de su gusto: una caja de resonancia arrimada, servil y gomígrafa. De manera que la atención del Gobierno a este escándalo ha sido castrarlo con las pinzas del silencio. Desde su revelación hasta el día de hoy, el presidente es presa del pánico escénico, anda huidizo, tenso y abstraído; perdió el habla pero también la vergüenza. Solo pensar que el equipo de Joao Santana sigue operando de forma imperturbable en la estrategia de comunicación del Gobierno es para sobrecogerse. La impunidad, rastrera y descarada, ha cruzado límites resbaladizos y todo el mundo ¡callado!
El Gobierno es un solo escándalo, por eso el nuevo lenguaje de los funcionarios es el secreto; la descomposición es tal que no hay contención ni vestidura para disimularla. Los controles políticos soltaron sus tuercas y la podredumbre desató sus fuerzas. Su hedor sofoca; el Gobierno calla creyendo con eso que no se le impute la paternidad de un pedo épico. ¡Uff!