"¿Te imaginas si pierdo?… No me voy a sentir muy bien. Tal vez tenga que salir del país, no lo sé". –Donald Trump, octubre 2020
Donald Trump perdió y no lo admite. Trump no solo niega que perdió, alegando fraude, sino que utilizó la autoridad y el poder de su cargo oficial para intentar subvertir las instituciones del sistema electoral estadounidense, presionando a funcionarios a alterar los resultados e incitando a sus partidarios a rebelarse contra el poder legislativo.
Trump no tendrá que salir del país, no porque no merece ese castigo, sino porque las leyes de su país no contemplan el exilio como pena política ni judicial. EE. UU. acoge a exiliados (a pesar de los esfuerzos de Trump en contra de esa arraigada costumbre), y no exilia a sus ciudadanos en ninguna circunstancia. Existe la pena carcelaria, y, en 28 estados de la Unión la pena capital sigue en vigor. Las constituciones de algunos estados permiten la expulsión del territorio estadual, pero la expulsión del país no es una opción en EE. UU. Aunque no por medios legales, Trump de facto ha sido expulsado de su natal Nueva York por el rechazo visceral de sus residentes y ha decidido residir en Palm Beach, Florida.
Sin embargo, la Constitución estadounidense establece el mecanismo para el Congreso destituir a un funcionario e inhabilitar al ciudadano a ocupar cargos en la administración federal, el “impeachment”, por faltas graves en el desempeño de sus responsabilidades oficiales. Las únicas sanciones posibles por este proceso constitucional que pronto seguirá en el Senado son la destitución del cargo ocupado y la inhabilitación a ocupar cargos federales en el futuro. Sin embargo, el procesado queda a la disposición de la justicia ordinaria como cualquier ciudadano.
En el caso de Trump, ya él cumplió su periodo de gobierno, y por eso no puede ser destituido de la presidencia, pero podría ser inhabilitado por el Senado, donde se requiere de 67 votos para acoger la acusación presentada por la Cámara Baja y sancionar ejemplarmente al expresidente para que no pueda ser candidato de nuevo. Se necesita que 17 senadores republicanos aprecien el peligro que sería sugerir que cualquier funcionario queda en la libertad de utilizar su autoridad para atentar contra las instituciones fundamentales del sistema, sin riesgo de ser sancionado por el intento si contara con el apoyo de su partido político.
Donald Trump no ha sabido aceptar su derrota electoral y ha conspirado contra el sistema electoral estadounidense desde antes de las elecciones, durante todo el proceso e incluso después de agotar abusivamente todos los recursos legales. Por tanto, en este caso es preciso hacer leña del árbol caído, pues no se debe establecer el precedente de que a un funcionario se le permita intentar subvertir el sistema electoral, sin consecuencias. Permitirle una segunda oportunidad de destruir la democracia constitucional más antigua del mundo sería servir de cómplices en su conspiración.
En un reciente artículo, titulado “Hay que destituir y proscribir ya mismo a Trump”, el profesor alemán de ciencias políticas de la Universidad de Princeton, Jan-Werner Mueller, sentencia:
La violenta insurrección que tuvo lugar en el Capitolio, incitada por Trump, es una profanación inédita en la historia de los Estados Unidos.
Así como el acto de castigar a un funcionario público transmite un mensaje respecto del compromiso ético de una comunidad política, ocurre lo mismo cuando habiendo razones para castigar, no se castiga. Cuando el año pasado los senadores republicanos absolvieron a Trump en el juicio político que le inició la Cámara de Representantes por el escándalo referido a Ucrania, enviaron una señal de que estaban dispuestos a seguir a un delincuente profesional pase lo que pase. Cómplices de Trump como la senadora Susan Collins esperaban que el mero hecho del proceso legal daría a Trump una lección. Y sí que se la dio: Trump aprendió que usar coerción ilegal sobre terceros para obligarlos a hacerle favores y arreglar elecciones en su beneficio no le traería ninguna consecuencia.
Si la insurrección en el Capitolio queda impune, los congresistas republicanos estarán indicando una vez más su complicidad con el delito. El mensaje será que lo ocurrido también es aceptable: que un presidente en ejercicio puede si lo desea incitar a la violencia contra uno de los tres poderes de la república.
No menos contundente es el juicio de la corresponsal de Deutsche Welle en Washington, Ines Pohl, al relatar los hechos del 6 de enero como testigo de excepción en “¿Trump debe ser apartado del poder ya!”:
Yo estuve ahí y presencié con mis propios ojos cómo el discurso de Donald Trump, en ese frío día de enero, convirtió a los manifestantes, en su mayoría pacíficos, en una turba furiosa. No hay duda de que el presidente estaba pidiendo a la gente que asaltara el Capitolio…
Donald Trump tiene sangre en las manos. Durante el asalto al Capitolio ha muerto gente. Esa es razón suficiente para realizar un segundo juicio de destitución contra Donald Trump. Pero aún más importante es organizar las mayorías apropiadas en el Congreso para aprobar una orden ejecutiva que asegure que a Donald Trump nunca más se le permitirá presentarse a un cargo público. Eso requiere una mayoría de dos tercios, con la cual solo se contará si poco menos de 20 republicanos finalmente recuperan el sentido común…
Debe quedar claro a todos los líderes políticos que la difusión de mentiras y el fomento del odio tienen consecuencias y pone fin a las carreras políticas de inmediato. El asalto al Capitolio fue solo una primera muestra de lo que aún puede venir.
Michael Blake, profesor de filosofía, políticas públicas y gobernanza en la Universidad de Washington, sopesa si procesar a Trump por sus acciones para subvertir el proceso electoral es “venganza sin propósito”. Blake argumenta con fuerza que existe una razón moral justificativa del proceso de “impeachment” y la inhabilitación de Trump para ocupar cargos oficiales en la administración pública federal:
El impeachment del presidente Trump es una indicación de que existe la necesidad de dictaminar, mediante una sentencia definitiva, lo que ningún presidente debiera hacer. También establecerá el límite moral de la presidencia, y, por consiguiente, enviará un mensaje a presidentes por venir que pudieran sentir la tentación de seguir los pasos del presidente Trump.
No se trata de revancha partidaria sin propósito ulterior. Hay que expulsar a Trump de la política, hacer leña del árbol caído para que no vuelva a echar raíces. En las circunstancias, actuales su inhabilitación se justifica no solo por su empecinada terquedad de seguir insistiendo que hubo fraude a pesar de haber agotado todos los recursos legales, sino para enviar un mensaje inequívoco a los que “pudieran sentir la tentación de seguir los pasos de Trump” en el futuro, llegando hasta incitar a la insurrección contra el poder legislativo desde la Casa Blanca.