¿Tiene que ser fundamental un derecho para ser considerado fundamental desde la óptica constitucional? La pregunta, a primera vista, parece redundante. Pero lo cierto es que se trata de una de las cuestiones cruciales de toda teoría general de los derechos fundamentales y que causa la mayor de las confusiones cuando el intérprete se aventura en los mares procelosos de la hermenéutica constitucional sin contar con la indispensable brújula de una teoría constitucional constitucionalmente adecuada a la Constitución dominicana: qué nivel de fundamentalidad se le exige a un derecho para que se repute, en términos constitucionales, fundamental.
La respuesta habitual a la pregunta es afirmar que es fundamental todo derecho básico, inherente a la vida, la libertad y la dignidad de la persona, con lo que se quiere decir que solo es fundamental un derecho importante, vale decir, fundamental. Pero lo cierto es que, en nuestro ordenamiento constitucional, la fundamentalidad de un derecho viene dada por un hecho simple y elemental: la consagración en la Constitución del derecho en cuestión. Así, los derechos fundamentales son derechos constitucionales, es decir, derechos que, al ser incorporados en la Constitución, no solo gozan de la certeza de su identificación gracias a su positivación en el catálogo constitucional, sino que, además, están protegidos por la coraza constitucional frente a los poderes constituidos.
En consecuencia, no hay que distinguir entre derechos constitucionales fundamentales y derechos constitucionales no fundamentales –como lo hacía Carl Schmitt– porque los derechos son fundamentales desde el momento mismo en que están protegidos a nivel constitucional, no importa su nivel de fundamentalidad material. Puede tratarse de un derecho importantísimo como el derecho a la vida o uno no tan importante como el derecho a la recreación. En cualquier caso, el derecho es fundamental por el mero hecho de su consignación en la lista de derechos de la Constitución, no importa el motivo del constituyente al constitucionalizar el derecho ni la pertinencia o no de su constitucionalización.
En vista de lo anterior, quien quisiera trasladar al campo del Derecho positivo la teoría de Luigi Ferrajoli en virtud del cual solo son fundamentales aquellos derechos “que no se pueden comprar ni vender”, cometería un grosero error pues considerar únicamente fundamentales a los derechos que son universales, indisponibles, inalienables, inviolables, innegociables y personalísimos y negar la categoría de fundamentales a los derechos patrimoniales, que son disponibles por su naturaleza, negociables y alienables, ignora lo insoslayable: la propiedad es un derecho fundamental en nuestra Constitución.
Más peligrosa es la idea, a la que se adhieren en nuestro país algunos juristas que han caído atrapados por los cantos de sirena de una equivocada doctrina española, en virtud de la cual hay derechos fundamentales susceptibles de ser protegidos por la vía de la acción de amparo y otros que no, lo cual se explica en España cuya Constitución tiene dos categorías de derechos: los que son susceptibles o no de ser amparados. Otra idea, tan peligrosa como la anterior, es la que entiende que solo son fundamentales los derechos que aparecen en el Capítulo I del Título II de la Constitución, lo que es totalmente contradictorio con la conceptuación por el constituyente de las garantías fundamentales del Capítulo II como derechos fundamentales (“derecho al amparo”, “derecho al habeas corpus”, “derecho al habeas data”) y con la naturaleza de derechos fundamentales de los derechos de ciudadanía regulados en el Título I, tal como reconoce la jurisprudencia. Más nociva es la tesis que postula que hay derechos consignados en el Titulo II de la Constitución, como es el caso de la dignidad humana, que, a pesar de estar incluidos en el catálogo iusfundamental constitucional, vendrían a ser simples valores fundamentales. A esto hay que ripostar que una cosa es que la dignidad humana sea un valor fundamental y otra cosa es que también nuestro constituyente la considere un derecho fundamental; y que una cosa es que nuestra Constitución consagre políticas de desarrollo de un derecho fundamental -por ejemplo, las políticas para combatir la discriminación, la marginalidad y la exclusión que menciona el artículo 39.3 de la Constitución- y otra es afirmar que, porque esas políticas constitucionales son normas programáticas, no existe un derecho a la igualdad y no discriminación reconocido por el constituyente. Lo malo de todo este embrollo interpretativo a que nos conduce la indigestión jurídica de algunos es que se erosiona la normatividad constitucional, al degradarse muchos derechos constitucionales a derechos meramente legales, en manifiesta violación al mandato constitucional.