A mis amigos de Masada, Somos Pueblo, Santiago Somos Todos y Fin de la Impunidad, muchachos viejos con sueños vírgenes. Los recojo en un solo abrazo, como se acopian los follajes.
En el mundo occidental ruge un sentimiento antipolítico que ya cuenta con su propio discurso. Esta aversión o desafección no solo nace de un agotamiento de la cultura, la tradición, la comunicación y la representación políticas, sino de una historia de fracasos, negaciones y deudas.
Mientras las sociedades avanzan a su ritmo, los modelos políticos permanecen encallados en prácticas y concepciones obsoletas que pierden pertinencia ideológica, fuerza interpretativa y capacidad de gestión. Se pierde así el puente entre la sociedad y sus representantes, quienes son vistos, por la primera, como sus antagonistas. La degradación ha sido tal que hoy es al pueblo a quien le ha correspondido defenderse de sus “políticos”. En esa dinámica paradójica de la historia, la sociedad postmoderna se mueve de distintas maneras hacia una “despolitización” de la política. Esa es justamente la dogmática política implícita de la rabiosa antipolítica que hoy rueda en las capitales del mundo.
¿Cómo despolitizar a la política? A partir de la experiencia española, norteamericana y en parte la latinoamericana se destacan dos visiones cimeras: una que procura ese efecto a través de la corrección ética de la cultura política para sanear o reencausar su accionar, y la otra que postula el predominio del mercado sin interferencias de la propia política (Iazzetta, 2002). En el primer caso se agita un verdadero fermento de cambios con el desgaste de la vieja partidocracia; en el segundo, se proponen gobiernos tecnócratas con visiones empresariales de fuerte inspiración neoliberal o republicana que conciben la gestión del Estado como un ejercicio neutral absolutamente gerencial y sin un compromiso social relevante.
En una sociedad política “desideologizada” como la nuestra, su despolitización entraña una tarea más constructiva que reformadora: hay que partir de cero, considerando que el quehacer político se ha limitado a una competencia sorda por el poder como medio, fin y razón.
Los partidos perdieron dimensión ideológica y conexión social, deviniendo en simples estructuras electorales ensambladas para llegar al poder o participar en el reparto de sus cuotas. Una vez en el gobierno, su misión se desperdiga entre la explotación personal de los negocios del Estado y la repartición de cargos en la burocracia pública. Mientras en una buena parte de los países latinoamericanos las posiciones públicas se ganan por oposición con base en el talento y la competencia, aquí se compran por apoyos financieros electorales, por militancia, por pactos de negocios o por criterios tan discrecionalmente absurdos como ¡una relación carnal!
Siempre recuerdo una memorable expresión de Hipólito Mejía cuando siendo presidente electo dijo: “a mi gobierno irán solo los que se fajaron”. “Fajarse” significa pegar afiches, “caravanear”, mover traseros, contribuir financieramente con las campañas y todos los rudos oficios que compromete el canibalismo electoral dominicano. Esos son nuestros políticos y esa es nuestra política: activista, callejera y villana. Eso explica el por qué la administración pública está plagada de gente inepta cuya única preocupación y ocupación es escalar socialmente a través del presupuesto público. Lo desconcertante es que la llamada oposición no se ha renovado ni ha propuesto una visión distinta a ese anacrónico paradigma que ha “industrializado” el PLD. Algunas “nuevas opciones” vienen fundadas sobre un rancio caudillismo nada envidiable al de Balaguer, donde todo se negocia, menos su ego.
La tarea ciudadana se agiganta y adquiere horizontes impensados. Hay que asesinar a ese modelo que se resiste a claudicar. El mismo que ha fomentado la cultura de la “silicona política” que incita a la sensualidad del poder para hacer riqueza, ganar influencias, coronar mediocridades y viciar conciencias. Hay que desarraigar ese fermento antimoral de la política; sí, el que prohíja las mafias empresariales, los pactos de repartos, la corrupción sin castigo, la explotación mercantil del hambre, la enajenación de la hacienda pública y el que usa la política como proyecto de realización personal. Se trata de un desafío mayor que marchar: es proponer rumbos, exigir espacios, levantar y negociar reformas institucionales de fuerte inspiración popular. Hay que pasar de la emotividad a la racionalidad; de la catarsis, a la reflexión; del músculo, a las neuronas; de la coyuntura, a la permanencia. Hay que dejar legados…
La lucha ciudadana debe marcar distancias, cerrar puertas, fijar fronteras y parar en seco a aquellos que ondean la bandera de la lucha en contra de la corrupción con la única moral de estar en la oposición. No nos equivoquemos: nuestra lucha es en contra del sistema impuesto por esa cultura política disoluta que se anida en el ADN de todos los partidos. En ese espacio no hay buenos ni malos: solo políticos.
Nuestro trabajo es arrancarle cambios al sistema, tales como establecer el referendo revocatorio para los cargos de elección popular y el referendo consultivo para afirmar la democracia participativa; la creación de la Fiscalía General contra la Corrupción y el Crimen Organizado con autonomía presupuestaria, funcional y dotada de un estatuto de elección por oposición; la reestructuración de la Cámara de Cuentas; la creación de un órgano legislativo unicameral; la puesta en vigencia de una ley de partidos abierta y justa; la modificación de la ley electoral; la reestructuración del Consejo Nacional de la Magistratura, por solo citar algunos apremios. Y para desarmar los fanatismos prejuiciosos no hablo de abandonar los reclamos por el fraude Odebrecht; me refiero a darles más perspectiva, alcance y trascendencia a las demandas ciudadanas.
Tampoco se trata de la lucha de los buenos contra los malos. Es de darnos un sistema de orden, legalidad, transparencia y autoridad como es el derecho de una sociedad moderna. Ahora nos ha tocado un régimen desertor de esa misión; mañana será otro. No soy antipolítico ni propongo una antipolítica confesional; creo que la sociedad política, al perder su identidad, abandonó de forma deliberada su rol natural; ante ese vacío, emerge la acción ciudadana, no con propuestas mesiánicas ni retos épicos sino con propuestas concretas.