Viernes y ya pasan las 10 de la noche. En una calle movidísima en horas del día, logré encontrar parqueo sin ninguna dificultad. Hay música a todo volumen en las cuatro esquinas y más allá.
Suena una salsa, no recuerdo cual, pero estoy segurísima que era de las viejas. De esas que me gustan, que desde que suenan, a uno le da sed como de cerveza. El ambiente huele a hookah. El humo se puede sentir, como si cortara en el aire y sin probarlo, hasta lo puedo saborear. Sabe a manzana y canela.
Mesas de un blanco casi inmaculado, sillas altas de esas clásicas que se usan en los bares y en el tope las cervezas de todas las marcas vestidas de novia, blanquitas, cenizas, que queman el paladar. Entre las cinco o seis mesas, no veo ron ni whisky, sólo cerveza. Como confirmando, una vez más, mi teoría de la salsa y la cerveza.
Entre doce o quince hombres y no más de diez mujeres. Me sorprendo de ver mujeres allí, en un lugar que antes estaba como reservado para hombres. Pero entonces caigo en justa cuenta que yo también estoy allí y llegué por mi propio medio. Invitada, pero a fin de cuentas estoy ahí también, igual que ellas. Lo miré desde el punto de vista de libertad, de equidad y me gustó.
En los cuatro televisores montados en la viga que cobija el bar están pasando el juego de la NBA. Se ve al fondo el enorme frízer verde pegado de la pared, del que cada vez que lo abren sale el humo blanco y frío. Huele muchísimo a cerveza, alguna botella debió haberse explotado ahí por la baja temperatura y no es un secreto lo difícil que es limpiar una nevera cuando se rompe una botella.
Estoy en una barbería. Los hombres con mascarillas en la cara, exfoliantes, tratamientos profundos en el pelo y keratina, esperan turno para recortarse o darle terminación al corte. En el lado opuesto al lavacabezas, una chica le arregla las uñas de las manos a un caballero. Con la mano libre, él toma turnos entre el celular y la cerveza. Así que el talento de textear con una sola mano ya no es cosa de las mujeres cuando nos pintan las uñas.
Me asombra la fluidez con la que los barberos hacen el cerquillo, recortan, rebajan, diseñan en el pelo, aún cuando el cliente se mueve, baja la cabeza, chequea el teléfono y hasta se voltea. Increíble. Cuanta paciencia y cuanta destreza la de los peluqueros.
No salgo del asombro y me siento pequeñita. Yo desconocía el giro que habían tomado las barberías. Mi acompañante, un habitué del lugar, me cuenta que el sitio suele cerrar fácilmente a las 2 de la mañana y que a él mismo en otras ocasiones le ha tocado recortarse a la 1 de la mañana, por supuesto, fría en mano.
Esa misma noche enterré la imagen de la Barbería de Emilio en la esquina de mi casa en el barrio San Antón. Aquel recuerdo que guardaba del único establecimiento con aire en todo ese sector, que aquella época era de primera, y que cada vez que alguien abría la puerta de cristal y uno pasaba cerca de ahí, olía al alcohol con el que desinfectan las tijeras. Eso es cosa del pasado.
La cosa ha cambiado. La belleza y el cuidado ya no es asunto exclusivo de mujeres, del mismo modo que sentarse a tomarse una cerveza entre amigas en un lugar de varones, tampoco es visto con malos ojos. Me alegra, a fin de cuentas, de eso trata la equidad que tanto reclamamos.
La noche fue buena, buenísima de hecho. Vi una versión muy divertida de la realidad social y un negocio tan rentable que me dan ganas hasta de hacer un cursito de peluquería. Quién sabe si ahí está la paca que anda perdida y no me ha encontrado.