La crítica literaria en la República Dominicana dispone de pocos practicantes cuyo nivel sea tal que su obra resulte relevante para muchos investigadores de otros campos o que sean importantes figuras originales de nuestra cultura como lo son Pedro Henríquez Ureña, Juan Bosch y Marcio Veloz Maggiolo.  Salvo el Juan Bosch no académico y con la excepción parcial de Max Henríquez Ureña, ningún crítico literario dominicano ha alcanzado la posición de relevancia cultural general de que gozara, por ejemplo, Pedro Henríquez Ureña a partir de la segunda década del siglo XX y hasta el momento de su muerte, en 1946.

Desde luego, parece poco probable que nuestra sociedad más tecnocrática podría necesitar de nuevo “un intelectual general” para elaborar el imaginario crítico como una vez hiciera Benedetto Croce en Italia, o como hiciera, incluso más claramente, Octavio Paz en México. Pero, resulta extraño que en una sociedad de la información que se basa cada vez más en la manipulación de símbolos, signos y bancos de datos para controlar y explorar posibilidades de mercados, los críticos literarios, los más cuidadosamente preparados e hipotéticamente preocupados por el estudio de la crítica dominicana, no hayan tomado otra actitud ante el indigente panorama de la misma.

Quizás toda la reciente agonía y la teorización sobre la crítica dominicana sugiere que sus contradicciones y distorsiones se han hecho tan corrosivas como para dejar pequeños a sus miembros más inquietos a la hora de absorber sus energíasexceptuando esfuerzos por dar con lo que, en el mejor de los casos, pueda ser una mera legitimación verbal de su posición y función. Están, desde luego, aquellos críticos que sienten la más viva inquietud: éstos son los típicos adelantados, cuyo “sentido común” les hace seguir adelante, o bien los “profesionales de éxito” que podrían ser figuras establecidas en universidades privadas o especialistas en composición y pedagogía. Claro está, a veces todas estas sombras  se conjugan en una figura nebulosa.

El excluir de los estudios serios a la literatura reciente, ha sido consecuencia, particularmente, nefasta de esta  “profesoral” actitud. El término “crítica literaria” suele ser interpretado tan precariamente por los académicos dominicanos, que casi nunca se ha considerado objeto de estudio suficientemente respetable. Desde entonces a la crítica dominicana se le ha concedido desde el pasado siglo XX y  el presente momento, una categoría  atípica, es decir, una condición valorativa que responde a los gustos y patrones de algunos arbitrarios antólogos dominicanos. Todo esto, para poder ingresar en las tradicionales historias literarias oficiales.  Incluso, se ha puesto de moda, pues parece ofrecer un espacio de escape para entrar en un mundo más grácil, establecido y jerarquizado. La  llamada “tradición del vacío”, a la que se refirió Pedro Peix, empieza  a ser objeto de la atención de los más “destacados críticos” e incluso hay unos cuantos “críticos intrépidos”, de influencias españolas, francesas o norteamericanas, que desde  sus cátedras defienden y practican el estudio de la literatura dominicana a partir de una visión parcial y dogmática, llena de cinismos y confusas categorías poéticas.

Una explicación minuciosa y convincente de cómo y por qué la legitimidad de estos estudios son refrendados por las academias dominicanas, ha llegado a necesitar esta apología profesionalizada que podría requerir, en efecto, un largo relato. Sólo basta recordar la obra original de Pedro Henríquez Ureña y revisar cómo la crítica literaria  dominicana cultiva la sensibilidad delicada, necesaria para el sutil arte de equilibrar paradojas y otras formas de inestabilidad verbal en un patrón de crítica resuelta o suspendida.

Hasta este momento, los críticos dominicanos se han limitado a repetirse, a autoplagiarse. Hay una suerte de inercia reproductiva, que, en lugar de problematizar los discursos anteriores, los convalida con un nuevo lenguaje. En la República Dominicana, el crítico ha reproducido un mismo discurso, adopta y adapta sus parámetros, se rige fundamentalmente por él, le concede obediencia a la poética española,  francesa o norteamericana. No exhibe los sentidos del discurso plural, contradictorio y abierto: los justifica al reescribirlos tácitamente.

La crítica, en tanto es desprovista de contenido, no puede hablar por ella misma. Al contrario, su función es cabalgar sobre los demás discursos. El discurso adquirirá su vuelo,  su peso y su gravedad a partir del vuelo, el peso y la gravedad de los textos con que se alimenta.  En la medida en que cumpla con este cometido y, pese al autoritarismo que la caracteriza, la crítica contribuirá de modo decisivo a aflojar, y acaso con un poco de optimismo, a invalidar los sofocantes vínculos que nos sujetan como individuos al gran tótem de la crítica académica. Esto querrá decir, al fin, que la “crítica trastornadora”, si de verdad lo es, estará condenada a remar en contra de la corriente.

¿Quiere esto decir que en lo sucesivo la crítica tendrá que ser trastornadora, o en su defecto, no ser? Evidentemente, no. En el caldo abigarrado de la historia  de la crítica dominicana, al lado de la tozuda persistencia del discurso  homogeneizador, con sus cimientos no asimilados de las escuelas  españolas, norteamericanas y francesas, hay otros discursos que jalan cada cual hacia su monte particular.

La palabra del crítico dominicano es una palabra vacía que carece de un objeto determinado. Esta carencia es su aliciente principal. Por fortuna, a su lado siempre se encuentran los relatos, las novelas, los poemas y, por supuesto, en trance de emprender la crítica de la crítica, los insinuantes discursos de otros colegas, que asumen otro  discurso, distinto, plural y contradictorio.

En otro momento he  sugerido que las estructuras discursivas del trabajo crítico-humanístico, simultáneamente, hacen posible y restringen,  imponen límites a todo esfuerzo crítico. He intentado mostrar, más específicamente, algunos desvíos de la inscripción del trabajo intelectual de oposición en el interior de la crítica. En este breve trabajo, sin embargo, pretendo abordar en cierta medida diferente, algo que podríamos llamar el “fundamento” de la integración de la crítica dominicana, los discursos, las instituciones y los roles intelectuales que ésta describe, revela, hace presente y critica.

En su libro Ser y tiempo, Heidegger toma a Kant como el mejor ejemplo de los esfuerzos de la filosofía por pensar mediante una concepción de la teoríaintuición como relación pura de los objetos del conocimiento, con lo que Heidegger llama “ser ante los ojos”. Toda concepción que privilegie la teoría como forma de trabajo capaz de alcanzar una “distancia” respecto a las prácticas y los métodos, respecto a los efectos constitutivos del discurso y las determinaciones institucionales y académicas, resuena en la noción kantiana de “intuición”.

Por otra parte, como deja claro el replanteamiento por parte de Heidegger de las propuestas de Kant, semejante concepción no puede mantenerse porque la “teoría” y la “práctica”—ni tampoco sus corolarios, tales como “visión”, “distancia” y “proximidad”— no actúan como opuestos, sino como formas inseparables en las que la crítica manifiesta ontológicamente su visión.

Vuelvo a Heidegger, para extraer de su obra, concretamente de su construcción de la facticidad del Ser como “arrojado”, una comprensión de cómo y por qué la teoría, a causa del tipo de “visión” que constituye, no puede más que existir en una relación que la atrapa en lo instrumental.

Todo intento de pensar la crítica dominicana, fuera de estas intuiciones contradictorias, en tanto que alternativas prácticas de un discurso inexplorado, desembocará, necesariamente, en otro tipo  de fracaso mistificado.