Hace falta que pasen los años, que llegue la madurez y algunas veces, que nos toque la oportunidad de ser padres para caer en cuenta del esfuerzo de los viejos de uno en mantener la comunicación con los hijos. No sólo uno cae en cuenta, sino también que lo valora.
En casa de mis papás, mantuvimos siempre la costumbre de sentarnos en la mesa a comer siempre juntos. Un hábito innegociable que a la fecha, aún cuando los cuatro hijos de Dulce y Rafael han hecho nido aparte, si uno de nosotros se anuncia para comer, sabe que lo van a esperar para poner los pies debajo de la mesa. Hasta que no llegues, papi y mami no arrancan. La mesa estará servida pero te esperan para sentarnos juntos a comer y conversar.
Cualquiera diría que contradice la regla de no hablar mientras se come, que probablemente vaya en contra de las normas que dicta El Manual de Carreño pero allá siempre se le ha buscado la vuelta a eso. Y a la fecha, ni el arroz ni los temas han faltado.
De adolescente y cuando aún estábamos casi todos los hijos en casa de los viejos, recuerdo a mi papá y a mi mamá preguntarnos cómo había estado el día en la escuela y aunque la respuesta fuera escueta, ellos insistir con sutileza para que se diera el diálogo. Hoy, tantos años después, me veo en ellos.
Recién nacido Rafael Eduardo, mi primer hijo, recuerdo haber leído en alguno de esos tantos libros en los que nos refugiamos las primerizas, buscando respuestas sobre maternidad que sólo el tiempo y la experiencia es capaz de concedernos, que los hijos aprecian y necesitan las rutinas. Debo confesar que aquello me pareció tan cuesta arriba, sobre todo por lo cambiante de los días y el ritmo de vida de una madre que trabaja, que lleva las riendas de un hogar y que sigue siendo mujer.
Sin embargo, con los años lo hemos logrado. Aquí se come diariamente todos juntos en la mesa y el día que por razones de trabajo no estoy, mis hijos asumen por costumbre que deben sentarse en la mesa a comer. Se dan los temas, las mismas respuestas escuetas y la misma insistencia para que la comunicación fluya.
Sin esfuerzo le he dado continuidad a la costumbre de mesa y probablemente en unos años, mis hijos también me relevarán en el hábito familiar y sólo de pensarlo, me rebosa el corazón de felicidad y orgullo porque sin darme cuenta me he convertido en el reflejo de mis padres.