Quizás, Cayena, por eso escribo este exordio, esta entrada para la Fortaleza de las palabras: una especie de máquina, de servidor, de ordenador, en donde se generan narrativas febriles, atolondradas, sujetas a la realidad por cosas muy frágiles, y antiguas. Como el que come naranjas y juega, como el que bebe Brugal y singa o pelea, así comí yo cañafístol contigo frente a una bahía en donde la ríada se confundía con el Atlántico. Te amé en San Juan de Borinquen, Cayena, pero también te amé en Puerto Plata, en Sosúa, en Montecristi y en Cabarete; hasta en Imbert, allí te amé sin saberlo… todo para llegar a Santiago de los Treinta Caballeros. A fuego lento, de nuevo digo “bahía” en tu boca de aguacero. Guardo en mí todos los mangos que recogí en tu falda, el olor las olas, contigo vuelta loca, sí, vuelta loca, ya no sé ni lo que pinto.
La casa está pintada por la artista santiaguera Caryana Castillo y pertenece a la colección “Espíritu”. La técnica es mixta sobre tela y ella dice que es una de sus Casita favoritas gracias a todo el verde que la rodea y a un entrañable arbusto de coralillo. Caryana se ha dedicado a fluir con la Ciudad Corazón en un casamiento de la pintura, la historia, la búsqueda y una infinita pasión lírica por el ritmo y los colores. Sus pinturas son una exageración, en el sentido de que las cosas quieren salir/resaltar de los bastidores. Cualquiera que haya seguido el trabajo de esta artista (sus flores, sus autorretratos, sus Casitas, entre lo demás) puede darse cuenta de que su trabajo es la autobiografía y la ciudad le ha servido de plataforma para preguntarse. Esto no es nuevo en la pintura, claro está. Puedo mencionar rápidamente ejemplos como Duilio Barnabé, Leonora Carrington o Ada Balcácer… pintores que sin importar lo que pusieran en la tela, siempre terminaron con algo demasiado parecido a sí mismos. En ese sentido, la grandeza del trabajo de Caryana Castillo está en esa amalgama entre añoranza y determinación que pone en el trazo, en la mezcla, en el realce de las casas, la ciudad, el corazón y sus cosas.
Oh Cayena, muchacha de siempre, con tu olor a balcón a las siete de la noche, el sabor del primer trago, el olor del tercer cigarrillo. Caminé por Los Pepines como ciego buscándote, preguntando a los hombres tristes de las esquinas y los liquor stores por la silueta de tu sombra, tus proyectos, el verde de una ciudad en donde figuras como Ercilia Pepín brillaron en un firmamento de sabiduría y amor por el otro, por lo otro. ¿Puede hablarse de patria en estos días Cayena? Encuentro al fin tu casa, amor, porque alguien habló de un amarillo tan vivo que parecía limón del Sahara, por el azul sombreado de cuerpo caliente, por el blanco que enmarcaba y cruzaba, por el zinc caliente que sospecho y una brisa que se mueve por debajo de las ramas para hacer viva la vida. También entre el verde sale tu boca roja, tus uñas claras, tus losetas de muchacha y quizás, más allá del cactus, bajo el número cuarenta y dos, se esconde la mecedora en donde compartíamos los hielos de una limonada demasiado dulce. Tus senos, tu cadena de oro, tu diente de futuro.