La democracia en el mundo de hoy no vive su mejor momento. Aquí tampoco. Se observa por doquier el “síndrome de la fatiga democrática” como consecuencia directa del fundamentalismo electoral que postula que una democracia sin elecciones es impensable y que las elecciones constituyen una condición necesaria y fundamental para hablar de democracia.
Comienza a darse en el mundo entero un movimiento contra las elecciones, que advierte que se está malogrando la democracia porque la misma se ha restringido a las elecciones, las cuales, por otro lado, jamás han sido consideradas un instrumento democrático.
El que tenga ojos para ver que vea y el que tenga oídos para oír que oiga. “¡Ay del país que no es capaz de debatir con serenidad acerca del futuro de la democracia!”.
Traemos el tema para el debate entre académicos, políticos, ciudadanos votantes, y también de los legisladores, de la Junta Centra Electoral y del Tribunal Superior Electoral. Ojalá que todos, sin exclusión, honren el debate con su participación dando con ello muestra de su vocación democrática.
La tragedia de la democracia representativa electoral de nuestro tiempo saca a flote la defensa el derecho ciudadano a una mayor participación: “quien gobierna al pueblo con las mejores intenciones, pero no lo implica, sólo gobierna parcialmente”.
No se puede pretender hacerlo todo en “nombre del ciudadano”. El ciudadano no es un cliente ni un niño. Requiere un trato más adulto. Exige que le reconozca su derecho a tener voz y no sólo el derecho al voto como escalera para que una élite ascienda al poder para defender sus propios intereses y de los su grupo.
El sistema electoral actual fomenta una cierta “oligarquización de la democracia”. Se ha convertido en algo enfermizo que más que posibilitar la democracia parece más bien ser un obstáculo para ella.
Y si no somos capaces de prevenir esta situación patológica, pronto nos convertiremos en víctimas de una “dictadura de las elecciones”, que algunos anuncian que ya llegó.
Las elecciones se han convertido en un espectáculo mediático y comercial. En las de aquí, los partidos y los políticos – y también las instituciones electorales- se anuncian como productos en los medios para ganar visibilidad.
Para poder seguir ahí, están obligados a presentarse ante los votantes cada cuatro años para justificar su legitimidad y su indispensabilidad. ¡Trabajan para las elecciones, no para la democracia!
Muchos países comienzan a plantarse el cambio de esta situación. Puede observarse que el movimiento contra las elecciones – portador también de soluciones- no es sólo “una inquietud de la democracia europea”, cuna de tantas indignaciones ciudadanas., sino que está convirtiendo en una lucha mundial.
El tema comienza a ventilarse también en América Latina. En el mes de junio de este mismo año, el politólogo y académico de la Universidad de Sidney, Australia, John Keane, dictó una conferencia en el Instituto Nacional Electoral de México sobre la “Historia del Futuro de la Elecciones”.
En su intervención Keane enfatizó que actualmente “hay cada vez más dudas en torno a la relevancia o la efectividad de las elecciones. Hay una especie de desencanto con respecto a la visión de las elecciones”.
Anteriormente a esto, en América Latina se están generando reformas a las leyes e instituciones electorales, muchas de ellas impulsadas por presiones de los ciudadanos que exigen pasar del derecho al voto al derecho de participación y la actualización y renovación de los procesos democráticos para adaptarlos al siglo 21.
Retomamos la idea inicial: la celebración de elecciones no producen democracia. Principalmente si las mismas se organizan con las viejas ataduras de las élites que se benefician de ellas. Los ciudadanos tienen el derecho de influir en sus representantes de manera permanente, de organizarse con otros para decidir sobre asuntos de interés común independientemente del gobierno.
Existen remedios para salvar la democracia más allá de las elecciones. Buscarlos, ponderarlos y promover su aceptación es el reto de hoy. Y en esta tarea deberán participar todos los ciudadanos. Comencemos por considerar al votante como un ciudadano deliberante y no como un elector aborregado. ¡Este es un buen punto de partida!